Don Bosco - Parte 4
   
  Home
  Sueños de Don Bosco 1
  Sueños de Don Bosco 2
  Sueños de Don Bosco 3
  Frases de Don Bosco
  Don Bosco y San Francisco de Sales
  La Virgen en la vida de Don Bosco
  => Parte 1
  => Parte 2
  => Parte 3
  => Parte 4
  => Parte 5
  Santos Salesianos
  Beatos Salesianos


46

 

Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del

árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo

y me dijo:

¡Preste atención!

Metió la cuerda en una caja, la cerró y después de unos

momentos, la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi

alrededor. Miramos el interior  de  la  caja  y  quedamos

maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera

que            formaba              las            palabras:               ¡Ave            María!

Pero ¿cómo es posible? dije. Tú metiste la cuerda en la

caja a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera.

Mira, dijo él; la serpiente representa al demonio y la

cuerda el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una

serie de Avemarías con el cual y con las cuales se puede

derribar, vencer, destruir a todos los demonios del

infierno.

Hasta aquí, concluyó Don Bosco, llega la primera parte

del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para

todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana

por la noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bosco                               repetía                                siempre:


" Si tenéis fé en María Auxiliadora, veréis lo que son los

milagros "


 

 

 

 

 

 

 

 

El


 

 

 

 

 

 

elefante


47

 

 

 

 

 

blanco


 

Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer

y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el

caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas

literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán


de


alguien


que


llamaba.


Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada:


Ven


a


ver,


ven


a


ver.


¿Qué hay?


le


pregunté.


Y sin más, me condujo al balcón desde donde ví en el patio en medio de los jóvenes un


elefante


de


tamaño


colosal.


Pero


¿como


puede


ser


eso?


exclamé.


Vamos


abajo.


Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la

causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin


pérdida de


tiempo


bajamos


los tres a


los


pórticos.


Muchos de vosotros, como es natural, os habéis acercado a ver al elefante. Este parecía

de índole dócil: se divertía correteando con los jóvenes, los acariciaba con la trompa;

era tan inteligente que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos, como si hubiese

sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que

numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no

todos estabais alrededor de él. Pronto ví que la mayor parte huíais asustados de una a

otra parte buscando un lugar de refugio y que al fin penetrasteis en la iglesia.

Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero, al pasar a la estatua

de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para

invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme

haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo.

Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño. Llegó entretanto la

hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo

entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta.

Se cantaron las Vísperas y después de una plática me dirigí al altar acompañado de don

Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo

Sacramento. Pero, en aquel momento solemne en que todos estaban profundamente

inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la Iglesia, en el

centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado,

pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la


puerta


principal.


Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver que sucedía; pero,

como tuviese que atender en la sacristía a alguien que quería hacerme una consulta,


hube


de


detenerme un


poco.


Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros

juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual

están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues, en aquel patio, tuvo


lugar


la


escena


desagradable que


voy


a


contaros


ahora.


De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con


caracteres cubitales:


Santa María, socorre


a


los


desgraciados.


Los jóvenes formaban detrás procesionalmente, cuando de repente, y sin que nadie lo


 

48

 

esperara, vi al elefante, que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los

circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más

próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un

estrago horrible. Más a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no

morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les


produjeran


las


acometidas


de


la


bestia.


La dispersión fue entonces general: unos gritaban, otros lloraban, algunos, al verse

heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras cosa verdaderamente incalificable,

ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y

socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas

víctimas.

Mientras sucedían estas cosas aquella estatuilla que veis allá (Don Bosco indicaba la

estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una

persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían

bordadas con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales

proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él; allí todos

se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores,

que formaban un grupo escogido. Pero, al ver la Santísima Virgen que muchos no se


apresuraban a

¡Venid


acudir

todos


a


Ella, gritaba

a


en


alta


voz:

mí!


Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel


manto,


que


se


extendía


cada


vez


más y


más.


Algunos en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultando

heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro

encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella.

El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos

espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se

encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las


espadas el


elefante


no


les molestaba lo más mínimo.


Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por

Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías y, en sus salidas, conseguían arrebatar al

elefante alguna presa y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa,

quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a

emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia

de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su

empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos.

El patio parecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi

muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el

manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce

muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún

insolemnemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal,

irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos

cuernos: y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables

que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los

envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies,


desaparecieron


con


el


monstruo.


Al finalizar esta horrible escena, miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al


caballero Vallauri, pero


no


los


ví.


Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto y vi

que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras y otras un poco


 

 

 

 

modificadas.


 

 

Leí


 

 

éstas, entre


49

 

otras muchas:


Los que me honran tendrán la vida eterna, el que me encuentre, encontrará la vida; si

uno es niño, venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de

piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos.

Tras la desaparición del elefante, todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada

de tanto gritar. Después de un breve silencio, dirigió a los jóvenes la palabra,

diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza, repitiendo la misma sentencia que


veis

Después


bajo


aquel


nicho,


mandada


escribir


por


mí.

dijo:


Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio,

habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál

fue la causa de su perdición?: las malas conversaciones contra la pureza, las malas

acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis

también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina

alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus

condiscípulos. Aquellos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después

más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus

redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros marchaos tranquilos, pero

no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros, amigos de Satanás, evitad las

conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada

confianza      y      mi manto            os      servirá       siempre       de      refugio      seguro.

Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes


ocupara,


a


excepción


de


nuestra


querida


estatuilla.


Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con

la inscripción: Sancta María, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden

detrás de él y, así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.

Pero pronto el canto comenzó a decaer, después apareció todo aquel espectáculo y yo

me     desperté     completamente     bañado     de     sudor.     Esto     es     lo     que     soñé.

Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los

que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada, se darán

cuenta de su situación si examinan sus conciencias.Yo solamente os repito las palabras

de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella, en toda suerte de

peligros; invocad a María y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que

fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas

conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de

María, que cambien de vida o que abandonen esta casa. Quien desee saber el lugar que

ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito:

los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!.


 

 

 

La


 

 

inundación


 

Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que, por su aspecto, parecía

Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo

alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las

aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la

inundación, que iba creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El Po se había

salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas.

Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino


 

50

 

aislado, distante de otras viviendas y con muros gruesos como los de una fortaleza. Me

detuve en el patio del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados.

Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados

primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde

las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga

hasta los Alpes, en lugar de los prados, de los campos cultivados, de los bosques,

caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A

medida    que     el     agua     crecía,     nosotros     subíamos de        un     piso     a     otro.

Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes,

aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos


de


nuestra


querida


Madre,


María.


Pero el agua había llegado ya casi a nivel del último piso. Entonces, el espanto fue

general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma

de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros.

Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar

a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un

muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar

el acceso a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho, pero la cosa resultaba un tanto

difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse


al


impulso


de


las


olas.


Armándome de valor, pasé el primero y para facilitar el trasbordo a los jóvenes y darles

ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los

que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular!

Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los

sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos

de fuerzas, y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que

ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado


que


no


me podía


tener


de


pie.


Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a

morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo

y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los

clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar


mis


gritos<


¡Deteneos, deteneos,


que


os


caeréis!,


les decía


yo.


Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la

balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas, sin que se les


volviese


a


ver


más.


También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el

número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus


propios


caprichos.


Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras

los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la

altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don

Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la

embarcación, hizo saltar a ella los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones,


ayudándoles


con


la


mano


y


poniéndoles


así


en


seguro.


Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían

subido a los desvanes, y desde éstos, a los tejados, donde se agruparon permaneciendo

unos arrimados a otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el

agua      los      aleros      y     una     parte      de los          bordes      del      mismo      tejado.


 

51

 

Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos

pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón, que guardasen

silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no

rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio

de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena


cantidad


de


panes


colocados


en


numerosas


canastas.


Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro,


tomé


el mando


de


la


misma


y


dije


a


los


jóvenes:


María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección;

pongámonos todos bajo su manto. la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un


puerto


seguro.


Después abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente


alejándose


de


aquel


lugar.


El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que

nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer.

Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo

pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que

parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine.

Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún

remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca,

hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar.

Muchos jóvenes como encantados, decían que el Señor había puesto al hombre sobre la

tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie, salieron jubilosos de la balsa e,

invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue

su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad

que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y, en breve

tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta

la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé

entonces: ¡Cuán cierto es que, el que sigue su capricho, lo paga caro!

La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con

hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez:


¡Animo! les


grité,


María


no


nos


abandonará.


Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición;

algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después de rodillas, agarrados de las

manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos,

indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían

continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante


de


sus


compañeros.


Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y

un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el

agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más.

Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección


de


la Estrella del


Mar.


Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber

nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo

de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y

se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes,

asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al

lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros

a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso, algunos


 

52

 

sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias

clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros,

mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija

en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas

y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la


cintura,       o


por


los


vestidos y


así


era


puesto


a


salvo.


Pero también, entre los dedicados a la pesca, había quienes entorpecían la labor de los

demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los

clérigos vigilaban para que los jóvenes muy numerosos aún, no se acercasen a la borda


de


la


embarcación.


Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos

muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y

obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros.

Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo

de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir

sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a

ilusionarse con la manera de encontrar tierra a poca distancia y, en ella un albergue

seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a

negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones.

Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse,

parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes

determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio

parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al

descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se

alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue

una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que se iban en

busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que

algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre las espirales de la

vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a ras de

agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se

hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos

desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. Esto es la nave de María. En el mar

del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.

El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la

confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró

finalmente, como a través de una especia de paso estrechísimo, entre dos playas

cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados,

antenas, remos.

Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos,

escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas

ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que

desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que

columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes: pero éstos,


atemorizados,


se


agachaban


salvándose


de


aquellas


amenazas.


Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres

compañeros, que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después

del naufragio, fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos

estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros

habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de

un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza: en otra parte flotaba,


 

 

 

 

a


 

 

la


 

 

vista


 

 

de


 

 

todos,


 

 

un


53

 

cadáver.


De     pronto    se     oyó     la     voz     de     un     joven     de     la     barca     que     gritaba:

Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano.

Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que


contemplaban


la


escena


con


horror.


Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia,

se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían

formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las

llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve.

Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos

quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual

estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: El sexto y el séptimo conducen

aquí.

Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con

numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran

número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se

habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a

que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el

corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos,

causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás: quise

acercarme a él, pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que,

entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros,


llevaban


víboras


en


el


seno.


Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad;

todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor

parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a

secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales,

ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían.

Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel

estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un


mar


sin límites.


Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros,

abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: Load a María, en acción de gracias a

la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como

obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a

deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir.

Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes, al jugar echando el agua


hacia


atrás


con


la


palma


de


la


mano.


He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y

esplendente que la aurora boreal, al pasar el cual leímos escrito con gruesos caracteres

de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada

letra era la inicial de estas palabras: María es la madre y señora del universo entero.

Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte, al acercarnos a

ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra

amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más

encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas

que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un

espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y


de


paz.


Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se


 

54

 

detuvo      en      un      lugar       seco      al      pie       de      una      hermosísima       viña.

Bien se pudo decir de esta embarcación: Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el

que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto.

Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos

que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al

recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se

levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.

Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta

pregunta:

Don      Bosco:      ¿es hora            ya      de      que      bajemos       y      nos      paremos?


Primero


reflexioné


un


poco


y


después


dije:


¡Bajemos!


Ha


llegado


el


momento:


ahora


estamos


seguros.


Hubo un grito general de alegría: los muchachos, frotándose las manos de júbilo,

entraron a la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían

racimos de uva semejante a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las

clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor

desconocido.

En medio de aquella extensísima viña, se elevaba un gran castillo rodeado de un

delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio


para


visitarlo y


se


nos


permitió


la entrada.


Estábamos cansados y hambrientos y, en una amplia sala adornada toda de oro, había

preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de


los


que


cada


uno


pudo


servirse


a


su


placer.


Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente

vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos

saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y

maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo:


Esto


no


es


nada:


venid


y


veréis.


Le seguimos y, desde los balcones de las galerías, nos hizo contemplar los jardines,

diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro

recreo.

Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su

arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta, que

comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero,

apenas cruzamos el umbral, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro

apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con

mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas: por lo que yo,


profundamente


maravillado, exclamé:


Esto es una belleza del cielo. Me apunto para quedarme aquí para siempre.

En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y

magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían

dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio y se

concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos

favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de

aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño


grupo


que


ocupase


el


centro


de


la


misma.


Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura

verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que

se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una


emoción


indecible.


 

 

 

 

¡La


 

 

Virgen


 

 

mueve


 

 

los


 

 

ojos!


 

 

exclamaron


55

 

algunos.


Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos.


Seguidamente


se


oyó


una


nueva y


general


exclamación:


¡La


Virgen mueve


las manos!


Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a


todos

Lágrimas


de


debajo

emoción surcaban


de


nuestras mejillas.


él.


¡La


Virgen


mueve


los


labios!


dijeron


algunos.


Se hizo un profundo silencio: la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y


suavísima,


dijo:


Si vosotros sois para mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa.

Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto Load a María.

Se produjo una armonía tan fuerte y, al mismo, tan suave, que gratamente impresionado


me desperté


y


terminó


así


la


visión.


 

 

 

La


 

 

fe,


 

 

nuestro


 

 

escudo


 

 

y


 

 

nuestro


 

 

triunfo


 

Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer,

ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no

con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me

rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba

de amistad. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy

lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo,

unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los

estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los

ví huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y

corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al


fondo


del


patio.


Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo

preguntaba a todos con ansiedad que era lo que había sucedido y procuraba avanzar para

prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi


alrededor,


me lo


impedían.


Yo


entonces les dije:


Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver que es lo que produce un espanto tal.

No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante. quédese, quédese aquí; hay un

monstruo que lo devorará, huya, huya con nosotros, no intente seguir adelante.

Con todo quise ver que era lo que pasaba, y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un

poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban:

¡Mire, mire!

¿Qué hay?


¡Mire


allá


al


fondo!


Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista,

me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo

observé atentamente, era repulsivo, tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y

feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más

bien pequeña, pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía

grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta que parecía

hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes,


 

56

 

agudos       y       larguísimos        colmillos        a       guisa       de       tajantes       espadas.

Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo

ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber


que


partido


tomar.


Con


todo


les


manifesté:


Me gustaría deciros que es lo que tenéis que hacer, pero no lo sé. Por lo pronto,


concentrémonos


debajo


de


los


pórticos.


Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros

con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos


horrorizados,


hasta


llegar bajo


los


pórticos.


Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos


en

Don       Bosco       ¿qué       es       lo       que       hemos      de       hacer?       me decían.


mí:


Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio y sin saber que hacer. Finalmente

exclamé:

Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de

rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga que es lo

que tenemos que hacer en estos momentos, para que venga en nuestro auxilio y nos


libre de


este peligro.


Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo y, si es un

demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra

salvación.

Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en


actitud


de preparar


el


salto para arrojarse


sobre nosotros.


Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto.

La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he

aquí que, no se como ni cuando, nos vimos trasladados todos al lado allá de la pared,


encontrándonos


en


el


comedor


de


los


clérigos.


En el centro del mismo estaba la Virgen que se asemejaba, no se si a la estatua que está

bajo los pórticos o a la del mismo comedor o a la de la cúpula o también a la que está en

la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que

iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien

veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeado de

bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso.

Los labios de la Virgen se movían, como si quisiese hablar para decirnos algo. Los que

estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido

nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos

en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos:

No temáis, tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino

Hijo.

Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y

reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, Hermano de

las Escuelas Cristianas, a quienes algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano

José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la

Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos, vi también a otros


que


viven


actualmente.


Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz:

¡Levantémonos!

Nosotros estábamos de pie y no entendíamos que era lo que nos quería decir con aquella


orden,


y


nos


preguntábamos:


Pero


¿cómo


levantémonos?


Si


estamos


todos


de


pie.


 

 

 

 

Levantémonos!


 

 

repitió


 

 

fuerte


 

 

la


57

 

misma voz.


Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese


alguna


señal,


sin saber


entretanto que


hacer.


Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije:

Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir levantémonos, si estamos


todos


se


pie?


Y


la


voz


me respondió


con


mayor fuerza:


Levantémonos!

Yo       no       conseguía       explicarme este             mandato       que       no       entendía.

Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a

una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y


bien timbrada, mientras los


jóvenes escuchaban:


Tú, que eres sacerdote, debes comprender que quiere decir "levantémonos". Cuando

celebras la misa, ¿no dices todos los días sursum corda? Con esto entiendes elevarte

materialmente      o     levantar     los afectos del             corazón     al     cielo,     a     Dios.


Yo


inmediatamente dije


a


voz en


cuello


a los


jóvenes:


Arriba, arriba, hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones

a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento: hagamos un esfuerzo de


voluntad


para


orar


con


vivo


fervor,


confiemos


en


Dios.


Y,


hecha


una


señal,


todos


se


pusieron


de


rodillas.


Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír


una


voz


que


dijo:


Surgite!


Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba

sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuanto, pero puedo asegurar

que todos nos encontrábamos muy en alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban

nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana.

Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quien se agarraba acá,

quien allá; quien a unos garfios de hierro, quien a unos gruesos clavos, quien a la

cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no


cayésemos


al


suelo.


Y he aquí que el monstruo, que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de

una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque.

Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horrible rugidos, parecían deseosas de

combatir y que de un momento a otro, se habían de lanzar de un salto sobre nosotros.

Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus

ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba y yo, muy

agarradito a aquella ventana, me decía: Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de

mi persona!

Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la


Virgen


que


cantaba


las


palabras


de


San


Pablo:


Embrazad,


pues,


el


escudo


de


la


fe


inexpugnable.


Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros

estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta


y


parecía


como


si


cien voces cantasen


al


unísono.


Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la

Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros

llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de

nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Se

reflejaba en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada

escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su


 

58

 

borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos

armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una

manera tan armoniosa, que no sabría que palabras emplear para expresar semejante

dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede.

Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella

música,      me sentí           estremecido      por      una      voz      potente      que      gritaba:


¡A


la pelea!


Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento

caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras,

protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o

en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban

contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas

y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban

sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y

matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes

daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como

las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes pero todos hallaban la misma suerte.

Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía:

Esta      es      vuestra      victoria,      la      que      vence      al      mundo,      vuestra      fe.

Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio una precipitada fuga y

desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del

refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen.

Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares.

Entre otros ví a Don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al

Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros.

Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella

entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos

de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo

superior.

Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores,

mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido

asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo

quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos:

pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que

pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por


librarme


de


ellos, diciéndoles:


Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren

algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir, aunque me


cueste


la


vida.


Y, escapándome de sus manos, me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. y

¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de

heridos.

Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por

aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de

heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más

dolorosos.

Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en

aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejan tes a dos tajantes

espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a

derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente


 

 

 

 

muertas.


59


Yo


me puse


a


gritar


resueltamente:


Animo,


mis queridos


jóvenes!


Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo,

haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los

que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron

a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos

pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos,

porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia

atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en

forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía:


Otium; y


sobre


el


otro:


Gula.


Quedé


estupefacto y


me decía


para


mí:


¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que

hacer que no se sabe por donde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya

quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y

que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello.


Pero


me fue


respondido:


Y


con


todo,


se


pierden


muchas


medias


horas.


¿Y de la gula? me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de

gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no

son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo

pueden      darse      casos      de      intemperancia      que      conduzcan al           infierno?


De


nuevo


me fue


respondido:


¡Oh sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que

tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para tí una

novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo

inmoderadamente agua?

Yo, no contento con esto, quise que me diese una explicación más clara y, como estaba

en el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano


Miguel


para


que


me


aclarase


mi duda.


Miguel


me respondió.


¡Ah querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas.

Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso

en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario.; se puede cometer intemperancia en

el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que


sea


superfluo.


Respecto al ocio, has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar

o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este

tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el

estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas

frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose

vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio

en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas

tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar

alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir

de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado,

vencerán siempre al demonio y, con esta virtud, alcanzaran la humildad, la castidad y

las demás virtudes. Y, si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán

jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos.


 

60

 

Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y

después para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle

la mano, pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo


fue


inútil.


Yo


estaba


fuera


de


mí y


exclamé:


Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas?


¿No


los


he


oído


hablar


a


todos


ellos?


El


Hermano


Miguel


me respondió:


Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta el alma no se reúna con el cuerpo,

es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que

los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero, cuando todos

resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos

inmortales espiritualizados.

Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi

ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido y nuevos y agudos gritos de

fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor, pero al salir me desperté.


 

 

 

Las


 

 

ofrendas


 

 

simbólicas


 

Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los

alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen,

pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban

bien y con precisión de compás, aunque unos fuerte y otros piano. Algunos cantaban

con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se

salían de la fila, aquellos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra

otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos

un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los

otros.

Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos

llevaban a la Virgen regalos muy extraños. Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien

un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito y otros regalos.

Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que

detrás de las espadas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual,

conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.

Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al

pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar

algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el

altar.

A otros, que tenían en su ramos flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las

camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y

no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían

espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y

aquéllas.

Llegó     finalmente     el     que     llevaba     el cerdito y             el Angel          le dijo:

¿cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿sabes que significa el cerdo?

Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este


pecado.       Retírate,       pues;       no       eres       digno


de       estar       ante       Ella.


Vinieron       los       que       llevaban       un       gato       y       el       Ángel       les       dijo:


 



   
Hoy habia 27 visitantes (38 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis