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Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del
árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo
y me dijo:
¡Preste atención!
Metió la cuerda en una caja, la cerró y después de unos
momentos, la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi
alrededor. Miramos el interior de la caja y quedamos
maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera
que formaba las palabras: ¡Ave María!
Pero ¿cómo es posible? dije. Tú metiste la cuerda en la
caja a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera.
Mira, dijo él; la serpiente representa al demonio y la
cuerda el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una
serie de Avemarías con el cual y con las cuales se puede
derribar, vencer, destruir a todos los demonios del
infierno.
Hasta aquí, concluyó Don Bosco, llega la primera parte
del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para
todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana
por la noche.
Bosco repetía siempre:
" Si tenéis fé en María Auxiliadora, veréis lo que son los
milagros "
Mis queridos jóvenes, soñé que era un día festivo, a la hora del recreo después de comer
y que os divertíais de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el
caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas
literarios y de otras cosas relacionadas con la religión. De pronto, oí a la puerta el tantán
Corrí a abrir. Era mi madre, muerta hace seis años, que me decía asustada:
Y sin más, me condujo al balcón desde donde ví en el patio en medio de los jóvenes un
elefante
de
tamaño
colosal.
Pero
¿como
puede
ser
eso?
exclamé.
Vamos
abajo.
Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y él a mí como si nos preguntásemos la
causa de la presencia de aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin
pérdida de
tiempo
bajamos
los tres a
los
pórticos.
Muchos de vosotros, como es natural, os habéis acercado a ver al elefante. Este parecía
de índole dócil: se divertía correteando con los jóvenes, los acariciaba con la trompa;
era tan inteligente que obedecía los mandatos de sus pequeños amigos, como si hubiese
sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que
numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no
todos estabais alrededor de él. Pronto ví que la mayor parte huíais asustados de una a
otra parte buscando un lugar de refugio y que al fin penetrasteis en la iglesia.
Yo también intenté entrar en ella por la puerta que da al patio, pero, al pasar a la estatua
de la Virgen, colocada cerca de la fuente, toqué la extremidad de su manto como para
invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme
haciendo lo mismo por la otra parte y la Virgen levantó el brazo izquierdo.
Yo estaba sorprendido, sin saber explicarme un hecho tan extraño. Llegó entretanto la
hora de las funciones sagradas y vosotros os dirigisteis todos a la iglesia. También yo
entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo, cerca de la puerta.
Se cantaron las Vísperas y después de una plática me dirigí al altar acompañado de don
Víctor Alasonatti y de don Angel Savio para dar la bendición con el Santísimo
Sacramento. Pero, en aquel momento solemne en que todos estaban profundamente
inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la Iglesia, en el
centro del pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e inclinado,
pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la
Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver que sucedía; pero,
como tuviese que atender en la sacristía a alguien que quería hacerme una consulta,
hube
de
detenerme un
poco.
Salí poco después bajo los pórticos, mientras vosotros reanudabais en el patio vuestros
juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual
están los edificios en obra. Tened presente esta circunstancia, pues, en aquel patio, tuvo
lugar
la
escena
desagradable que
voy
a
contaros
ahora.
De pronto vi aparecer al final del patio un estandarte en el que se leía escrito con
caracteres cubitales:
Santa María, socorre
a
los
desgraciados.
Los jóvenes formaban detrás procesionalmente, cuando de repente, y sin que nadie lo
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esperara, vi al elefante, que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los
circunstantes dando furiosos bramidos y agarrando con la trompa a los que estaban más
próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un
estrago horrible. Más a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esta manera no
morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les
produjeran
las
acometidas
de
la
bestia.
La dispersión fue entonces general: unos gritaban, otros lloraban, algunos, al verse
heridos, pedían auxilio a los compañeros, mientras cosa verdaderamente incalificable,
ciertos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y
socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas
víctimas.
Mientras sucedían estas cosas aquella estatuilla que veis allá (Don Bosco indicaba la
estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una
persona de elevada estatura, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían
bordadas con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales
proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarecerse bajo él; allí todos
se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes mejores,
que formaban un grupo escogido. Pero, al ver la Santísima Virgen que muchos no se
apresuraban a
¡Venid
acudir
todos
a
Ella, gritaba
a
en
alta
voz:
mí!
Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel
manto,
que
se
extendía
cada
vez
más y
más.
Algunos en cambio, en vez de refugiarse en él, corrían de una parte a otra, resultando
heridos antes de ponerse en seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro
encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran menos los que acudían a Ella.
El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, manejando una y dos
espadas, situándose a una y otra parte, dificultaban a los compañeros, que aún se
encontraban en el patio, que acudiesen a María, amenazando e hiriendo. A los de las
espadas el
elefante
no
les molestaba lo más mínimo.
Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen, animados por
Ella, comenzaron a hacer frecuentes correrías y, en sus salidas, conseguían arrebatar al
elefante alguna presa y transportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa,
quedando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a
emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia
de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su
empeño, aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi todos.
El patio parecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendidos en el suelo, casi
muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el
manto de la Virgen. Por la otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce
muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún
insolemnemente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el animal,
irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos
cuernos: y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a los miserables
que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los
envolvió a todos en una espesa humareda y, abriéndose la tierra bajo sus pies,
desaparecieron
con
el
monstruo.
Al finalizar esta horrible escena, miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al
caballero Vallauri, pero
no
los
ví.
Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bordadas en su manto y vi
que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras y otras un poco
modificadas.
Leí
éstas, entre
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otras muchas:
Los que me honran tendrán la vida eterna, el que me encuentre, encontrará la vida; si
uno es niño, venga a mí; refugio de los pecadores; salud de los que creen; toda llena de
piedad, de mansedumbre y de misericordia. Dichosos los que guardan mis caminos.
Tras la desaparición del elefante, todo quedó tranquilo. La Virgen parecía como cansada
de tanto gritar. Después de un breve silencio, dirigió a los jóvenes la palabra,
diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza, repitiendo la misma sentencia que
veis
Después
bajo
aquel
nicho,
mandada
escribir
por
mí.
dijo:
Vosotros que habéis escuchado mi voz y habéis escapado de los estragos del demonio,
habéis visto y podido observar a vuestros compañeros pervertidos. ¿Queréis saber cuál
fue la causa de su perdición?: las malas conversaciones contra la pureza, las malas
acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Visteis
también a vuestros compañeros armados de espadas: son los que procuran vuestra ruina
alejándoos de mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus
condiscípulos. Aquellos a los que Dios espera durante más largo tiempo, son después
más severamente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus
redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora vosotros marchaos tranquilos, pero
no olvidéis mis palabras: huid de los compañeros, amigos de Satanás, evitad las
conversaciones malas, especialmente contra la pureza; poned en mí una ilimitada
confianza y mi manto os servirá siempre de refugio seguro.
Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada quedó en el lugar que antes
ocupara,
a
excepción
de
nuestra
querida
estatuilla.
Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con
la inscripción: Sancta María, succurre miseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden
detrás de él y, así procesionalmente dispuestos, entonaron la canción: Load a María.
Pero pronto el canto comenzó a decaer, después apareció todo aquel espectáculo y yo
me desperté completamente bañado de sudor. Esto es lo que soñé.
Hijos míos: deducid vosotros mismos el aguinaldo. Los que estaban bajo el manto, los
que fueron arrojados a los aires por el elefante, los que manejaban la espada, se darán
cuenta de su situación si examinan sus conciencias.Yo solamente os repito las palabras
de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes, recurrid todos a Ella, en toda suerte de
peligros; invocad a María y os aseguro que seréis escuchados. Por lo demás, los que
fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas
conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de
María, que cambien de vida o que abandonen esta casa. Quien desee saber el lugar que
ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito:
los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!.
Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que, por su aspecto, parecía
Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo
alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las
aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la
inundación, que iba creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El Po se había
salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas.
Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino
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aislado, distante de otras viviendas y con muros gruesos como los de una fortaleza. Me
detuve en el patio del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados.
Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados
primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde
las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga
hasta los Alpes, en lugar de los prados, de los campos cultivados, de los bosques,
caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A
medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro.
Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes,
aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos
de
nuestra
querida
Madre,
María.
Pero el agua había llegado ya casi a nivel del último piso. Entonces, el espanto fue
general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma
de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros.
Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar
a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un
muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar
el acceso a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho, pero la cosa resultaba un tanto
difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse
Armándome de valor, pasé el primero y para facilitar el trasbordo a los jóvenes y darles
ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes que, desde el molino, sostuviesen a los
que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular!
Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los
sacerdotes se sentían tan cansados que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos
de fuerzas, y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que
ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado
que
no
me podía
tener
de
pie.
Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a
morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo
y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los
clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar
¡Deteneos, deteneos,
que
os
caeréis!,
les decía
yo.
Y sucedió que muchos, empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la
balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas, sin que se les
También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él. Tan grande fue el
número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus
Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol, mientras
los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la
altura del muro, me industrié para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba don
Juan Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con el otro en el borde de la
embarcación, hizo saltar a ella los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones,
ayudándoles
con
la
mano
y
poniéndoles
así
en
seguro.
Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían
subido a los desvanes, y desde éstos, a los tejados, donde se agruparon permaneciendo
unos arrimados a otros, mientras la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el
agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado.
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Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo, al ver a aquellos
pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón, que guardasen
silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no
rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio
de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena
cantidad
de
panes
colocados
en
numerosas
canastas.
Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro,
tomé
el mando
de
la
misma
y
dije
a
los
jóvenes:
María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección;
pongámonos todos bajo su manto. la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un
Después abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente
alejándose
de
aquel
lugar.
El ímpetu de las aguas, agitadas por el viento, la impulsaba a tal velocidad, que
nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer.
Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo
pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que
parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine.
Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún
remolino, hasta que, al soplo del viento salvador, fue a detenerse junto a una playa seca,
hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar.
Muchos jóvenes como encantados, decían que el Señor había puesto al hombre sobre la
tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie, salieron jubilosos de la balsa e,
invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue
su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad
que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y, en breve
tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta
la cintura y, después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé
entonces: ¡Cuán cierto es que, el que sigue su capricho, lo paga caro!
La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con
hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez:
¡Animo! les
grité,
María
no
nos
abandonará.
Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición;
algunos padrenuestros, avemarías y la salve; después de rodillas, agarrados de las
manos, continuamos diciendo nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos,
indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían
continuamente, iban de una parte a otra, riéndose y burlándose de la actitud suplicante
Y he aquí que la nave se detuvo de improviso, giró con gran rapidez sobre sí misma, y
un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran treinta; y como el
agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más.
Nosotros entonamos la Salve y más que nunca invocamos de todo corazón la protección
Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez gigantesco, continuó avanzando sin saber
nosotros adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo
de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y
se intentaba, por todos los medios, salvar a los que caían en ella. Pues había quienes,
asomándose imprudentemente a los bajos bordes de la embarcación, se precipitaban al
lago, mientras que algunos muchachos descarados y crueles, invitando a los compañeros
a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua. Por eso, algunos
52
sacerdotes prepararon unas cañas muy largas, gruesos palangres y anzuelos de varias
clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros,
mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija
en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas
y el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba prendido en el anzuelo por la
cintura, o
por
los
vestidos y
así
era
puesto
a
salvo.
Pero también, entre los dedicados a la pesca, había quienes entorpecían la labor de los
demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los
clérigos vigilaban para que los jóvenes muy numerosos aún, no se acercasen a la borda
Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en el centro, rodeado de muchísimos
muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y
obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros.
Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo
de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir
sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a
ilusionarse con la manera de encontrar tierra a poca distancia y, en ella un albergue
seguro, a lamentarse de que, en breve, nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a
negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones.
Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse,
parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes
determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio
parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y, al
descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se
alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue
una escena indescriptible y dolorosa para mí ver a aquellos infelices que se iban en
busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que
algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre las espirales de la
vorágine y arrastrados a los abismos; otros, chocaban con objetos que había a ras de
agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se
hundieron también. La noche se hizo negra y oscura; en lontananza se oían los gritos
desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. Esto es la nave de María. En el mar
del mundo se hundirán todos los que no se refugian en esta nave.
El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la
confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró
finalmente, como a través de una especia de paso estrechísimo, entre dos playas
cubiertas de limo, de matorrales, de astillones, cascajo, palos, ramaje, ejes destrozados,
antenas, remos.
Alrededor de la barca pululaban tarántulas, sapos, serpientes, dragones, cocodrilos,
escualos, víboras y mil otros repugnantes animales. Sobre unos sauces llorones, cuyas
ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que
desgarraban pedazos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que
columpiándose de las mismas ramas, intentaban tocar y arañar a los jóvenes: pero éstos,
atemorizados,
se
agachaban
salvándose
de
aquellas
amenazas.
Fue allí, en aquel arenal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y horror a los pobres
compañeros, que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después
del naufragio, fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos
estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros
habían quedado sepultados en el pantano y sólo se les veían los cabellos y la mitad de
un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza: en otra parte flotaba,
a
la
vista
de
todos,
un
53
cadáver.
De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba:
Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano.
Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándolos a los compañeros que
contemplaban
la
escena
con
horror.
Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos. A poca distancia,
se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían
formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las
llamas confusamente, como las legumbres en la olla cuando ésta hierve.
Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos
quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera, encima de la cual
estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: El sexto y el séptimo conducen
aquí.
Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con
numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaba gran
número de nuestros muchachos de los que habían caído a las aguas o de los que se
habían alejado de nosotros durante el viaje. Bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a
que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el
corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos,
causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás: quise
acercarme a él, pero huía de mí, escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que,
entreabriendo por el dolor sus ropas, mostraban el cuerpo ceñido de serpientes; otros,
llevaban
víboras
en
el
seno.
Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca y ferruginosa en gran cantidad;
todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor
parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a
secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales,
ante mis instancias, me siguieron sin titubear mientras los monstruos desaparecían.
Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel
estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un
Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros,
abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: Load a María, en acción de gracias a
la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces; y al instante, como
obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a
deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir.
Parecía que avanzase al solo impulso que le daban los jóvenes, al jugar echando el agua
hacia
atrás
con
la
palma
de
la
mano.
He aquí que seguidamente apareció en el cielo un arco iris, más maravilloso y
esplendente que la aurora boreal, al pasar el cual leímos escrito con gruesos caracteres
de luz, la palabra MEDOUM, sin entender su significado. A mí me pareció que cada
letra era la inicial de estas palabras: María es la madre y señora del universo entero.
Después de un largo trayecto, he aquí que apareció tierra en el horizonte, al acercarnos a
ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra
amenísima, cubierta de bosques con toda clase de árboles, ofrecía el panorama más
encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente tras las colinas
que la formaban. Era una luz que brillaba con inefable suavidad, semejante a la de un
espléndido atardecer de estío, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y
Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se
54
detuvo en un lugar seco al pie de una hermosísima viña.
Bien se pudo decir de esta embarcación: Tú, oh Dios, hiciste de ella un puente, por el
que atravesando las aguas del mundo lleguemos a tu apacible puerto.
Los muchachos estaban con deseos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos
que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al
recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por el islote que se
levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.
Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta
pregunta:
Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos?
Primero
reflexioné
un
poco
y
después
dije:
¡Bajemos!
Ha
llegado
el
momento:
ahora
estamos
seguros.
Hubo un grito general de alegría: los muchachos, frotándose las manos de júbilo,
entraron a la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían
racimos de uva semejante a los de la tierra prometida y en los árboles había todas las
clases de frutos que se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor
desconocido.
En medio de aquella extensísima viña, se elevaba un gran castillo rodeado de un
delicioso y regio jardín y cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio
para
visitarlo y
se
nos
permitió
la entrada.
Estábamos cansados y hambrientos y, en una amplia sala adornada toda de oro, había
preparada para nosotros una gran mesa abastecida con los más exquisitos manjares, de
los
que
cada
uno
pudo
servirse
a
su
placer.
Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente
vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía, nos
saludó llamándonos a cada uno por nuestro nombre. Al vernos estupefactos y
maravillados ante su belleza y las cosas que habíamos contemplado, nos dijo:
Esto
no
es
nada:
venid
y
veréis.
Le seguimos y, desde los balcones de las galerías, nos hizo contemplar los jardines,
diciéndonos que éramos dueños de todos ellos, que los podíamos usar para nuestro
recreo.
Nos llevó después de sala en sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su
arquitectura, por sus columnas y decorado de toda clase. Abrió después una puerta, que
comunicaba con una capilla, y nos invitó a entrar. Por fuera parecía pequeña, pero,
apenas cruzamos el umbral, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro
apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban cubiertas con
mármoles artísticamente trabajados, plata, oro y piedras preciosas: por lo que yo,
profundamente
maravillado, exclamé:
Esto es una belleza del cielo. Me apunto para quedarme aquí para siempre.
En medio de aquel gran templo, se levantaba sobre un rico basamento, una grande y
magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamé a muchos de los jóvenes que se habían
dispersado por una y otra parte para contemplar la belleza de aquel sagrado edificio y se
concentraron todos ante la estatua de Nuestra Señora para darle gracias por tantos
favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de
aquella iglesia, pues todos aquellos millares de jóvenes parecían formar un pequeño
grupo
que
ocupase
el
centro
de
la
misma.
Mientras contemplaban aquella estatua, cuyo rostro era de una hermosura
verdaderamente celestial, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que
se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una
¡La
Virgen
mueve
los
ojos!
exclamaron
55
algunos.
Y en efecto, María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos.
Seguidamente
se
oyó
una
nueva y
general
exclamación:
¡La
Virgen mueve
las manos!
Y en efecto, abriendo lentamente los brazos, levantaba el manto como para acogernos a
todos
Lágrimas
de
debajo
emoción surcaban
de
nuestras mejillas.
él.
¡La
Virgen
mueve
los
labios!
dijeron
algunos.
Se hizo un profundo silencio: la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y
Si vosotros sois para mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa.
Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto Load a María.
Se produjo una armonía tan fuerte y, al mismo, tan suave, que gratamente impresionado
me desperté
y
terminó
así
la
visión.
La
fe,
nuestro
escudo
y
nuestro
triunfo
Me pareció encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer,
ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo. Aún se veía, pero no
con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me
rodeaba un número inmenso de muchachos, como soléis hacer vosotros, como prueba
de amistad. Yo dirigía una palabra, ya a uno ya a otro. Así llegué al patio muy
lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo,
unido a las voces de los muchachos y a un griterío que procedía de la portería. Los
estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto, se acercaron a ver; pero muy pronto los
ví huir precipitadamente en unión de los aprendices, también asustados, gritando y
corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al
Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo
preguntaba a todos con ansiedad que era lo que había sucedido y procuraba avanzar para
prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi
alrededor,
me lo
impedían.
Pero dejadme andar; permitidme que vaya a ver que es lo que produce un espanto tal.
No, no, por favor, me decían todos; no siga adelante. quédese, quédese aquí; hay un
monstruo que lo devorará, huya, huya con nosotros, no intente seguir adelante.
Con todo quise ver que era lo que pasaba, y deshaciéndome de los jóvenes, avancé un
poco por el patio de los aprendices, mientras todos los jóvenes gritaban:
¡Mire, mire!
¿Qué hay?
Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que, al primer golpe de vista,
me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo
observé atentamente, era repulsivo, tenía el aspecto de un oso, pero aún más horrible y
feroz que éste. La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros, era más
bien pequeña, pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía
grandísimos. Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta que parecía
hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes,
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agudos y larguísimos colmillos a guisa de tajantes espadas.
Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo
ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber
que
partido
tomar.
Con
todo
les
manifesté:
Me gustaría deciros que es lo que tenéis que hacer, pero no lo sé. Por lo pronto,
concentrémonos
debajo
de
los
pórticos.
Mientras decía esto, el oso entraba en el segundo patio y se adelantaba hacia nosotros
con paso grave y lento, como quien está seguro de alcanzar la presa. Retrocedimos
horrorizados,
hasta
llegar bajo
los
pórticos.
Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos
en
Don Bosco ¿qué es lo que hemos de hacer? me decían.
mí:
Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio y sin saber que hacer. Finalmente
exclamé:
Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de
rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que Ella nos diga que es lo
que tenemos que hacer en estos momentos, para que venga en nuestro auxilio y nos
Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo y, si es un
demonio, María nos protegerá. ¡No temáis! La Madre celestial se cuidará de nuestra
salvación.
Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en
actitud
de preparar
el
salto para arrojarse
sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto.
La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto podía caer sobre nosotros. Cuando he
aquí que, no se como ni cuando, nos vimos trasladados todos al lado allá de la pared,
encontrándonos
en
el
comedor
de
los
clérigos.
En el centro del mismo estaba la Virgen que se asemejaba, no se si a la estatua que está
bajo los pórticos o a la del mismo comedor o a la de la cúpula o también a la que está en
la iglesia. Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que
iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien
veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeado de
bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso.
Los labios de la Virgen se movían, como si quisiese hablar para decirnos algo. Los que
estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido
nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos
en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos:
No temáis, tened fe; ésta es solamente una prueba a la cual os quiere someter mi Divino
Hijo.
Observé entonces a los que, fulgurantes de gloria, hacían corona a la Santísima Virgen y
reconocí a don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a un tal Miguel, Hermano de
las Escuelas Cristianas, a quienes algunos de vosotros habréis conocido y a mi hermano
José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la
Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos, vi también a otros
Cuando he aquí que uno de los que formaban el cortejo de la Virgen dijo en alta voz:
¡Levantémonos!
Nosotros estábamos de pie y no entendíamos que era lo que nos quería decir con aquella
orden,
y
nos
preguntábamos:
Pero
¿cómo
levantémonos?
Si
estamos
todos
de
pie.
Levantémonos!
repitió
fuerte
la
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misma voz.
Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese
alguna
señal,
sin saber
entretanto que
hacer.
Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije:
Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir levantémonos, si estamos
Y
la
voz
me respondió
con
mayor fuerza:
Levantémonos!
Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía.
Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a
una mesa para poder dominar a aquella multitud, y comenzó a decir con voz robusta y
bien timbrada, mientras los
jóvenes escuchaban:
Tú, que eres sacerdote, debes comprender que quiere decir "levantémonos". Cuando
celebras la misa, ¿no dices todos los días sursum corda? Con esto entiendes elevarte
materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios.
Yo
inmediatamente dije
a
voz en
cuello
a los
jóvenes:
Arriba, arriba, hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones
a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento: hagamos un esfuerzo de
voluntad
para
orar
con
vivo
fervor,
confiemos
en
Dios.
Y,
hecha
una
señal,
todos
se
pusieron
de
rodillas.
Un momento después, mientras rezábamos en voz baja, llenos de confianza, se dejó oír
una
voz
que
dijo:
Surgite!
Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba
sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuanto, pero puedo asegurar
que todos nos encontrábamos muy en alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban
nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana.
Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quien se agarraba acá,
quien allá; quien a unos garfios de hierro, quien a unos gruesos clavos, quien a la
cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no
Y he aquí que el monstruo, que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de
una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque.
Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horrible rugidos, parecían deseosas de
combatir y que de un momento a otro, se habían de lanzar de un salto sobre nosotros.
Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus
ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba y yo, muy
agarradito a aquella ventana, me decía: Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de
mi persona!
Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la
Virgen
que
cantaba
las
palabras
de
San
Pablo:
Embrazad,
pues,
el
escudo
de
la
fe
inexpugnable.
Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros
estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta
y
parecía
como
si
cien voces cantasen
al
unísono.
Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la
Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del cielo. Se acercaron a nosotros
llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de
nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Se
reflejaba en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada
escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su
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borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos
armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una
manera tan armoniosa, que no sabría que palabras emplear para expresar semejante
dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede.
Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella
música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba:
Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento
caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras,
protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o
en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban
contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas
y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban
sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y
matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes
daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como
las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes pero todos hallaban la misma suerte.
Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía:
Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe.
Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio una precipitada fuga y
desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del
refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen.
Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares.
Entre otros ví a Don Víctor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al
Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros.
Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella
entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos
de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo
superior.
Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores,
mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido
asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo
quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos:
pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que
pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por
librarme
de
ellos, diciéndoles:
Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren
algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir, aunque me
Y, escapándome de sus manos, me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. y
¡qué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de
heridos.
Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por
aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de
heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más
dolorosos.
Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en
aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejan tes a dos tajantes
espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a
derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente
Yo
me puse
a
gritar
resueltamente:
Animo,
mis queridos
jóvenes!
Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo,
haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los
que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron
a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos
pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos,
porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia
atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en
forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía:
Otium; y
sobre
el
otro:
Gula.
Quedé
estupefacto y
me decía
para
mí:
¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que
hacer que no se sabe por donde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya
quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y
que en el recreo no pierden el tiempo. Yo no sabía explicarme aquello.
Y
con
todo,
se
pierden
muchas
medias
horas.
¿Y de la gula? me decía yo. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de
gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no
son regalados, ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo
pueden darse casos de intemperancia que conduzcan al infierno?
De
nuevo
me fue
respondido:
¡Oh sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que
tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para tí una
novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo
inmoderadamente agua?
Yo, no contento con esto, quise que me diese una explicación más clara y, como estaba
en el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano
Miguel
para
que
me
aclarase
mi duda.
¡Ah querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas.
Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso
en la mesa, se come o se bebe más de lo necesario.; se puede cometer intemperancia en
el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que
Respecto al ocio, has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar
o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este
tiempo para que piense en cosas peligrosas. El ocio tiene lugar también cuando en el
estudio uno se entretiene con otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas
frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose
vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio
en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas
tentaciones y de múltiples males. Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar
alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir
de tus muchachos que sean moderados en las pequeñas cosas que te he indicado,
vencerán siempre al demonio y, con esta virtud, alcanzaran la humildad, la castidad y
las demás virtudes. Y, si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán
jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos.
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Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y
después para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle
la mano, pero no lo pude conseguir. Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo
Yo
estaba
fuera
de
mí y
exclamé:
Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso éstas no son personas?
¿No
los
he
oído
hablar
a
todos
ellos?
El
Hermano
Miguel
me respondió:
Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta el alma no se reúna con el cuerpo,
es inútil que intentes tocarme. No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que
los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero, cuando todos
resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos
inmortales espiritualizados.
Entonces quise acercarme a la Virgen, que parecía tener algo que decirme. Estaba casi
ya junto a Ella, cuando llegó a mis oídos un nuevo ruido y nuevos y agudos gritos de
fuera. Quise salir al momento por segunda vez del comedor, pero al salir me desperté.
Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los
alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen,
pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban
bien y con precisión de compás, aunque unos fuerte y otros piano. Algunos cantaban
con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se
salían de la fila, aquellos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra
otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos
un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los
otros.
Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos
llevaban a la Virgen regalos muy extraños. Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien
un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito y otros regalos.
Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que
detrás de las espadas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual,
conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.
Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al
pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar
algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el
altar.
A otros, que tenían en su ramos flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las
camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y
no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían
espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y
aquéllas.
Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Angel le dijo:
¿cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿sabes que significa el cerdo?
Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este
pecado. Retírate, pues; no eres digno
de estar ante Ella.
Vinieron los que llevaban un gato y el Ángel les dijo: