Don Bosco - Parte 5
   
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¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del

robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos,

libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan

los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E


hizo


que


también


éstos


se


pusieran


aparte.


Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Ángel, mirándoles indignado, les dijo:

Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo, y ¿vosotros venís a

ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron

convencidos.

Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significa los


sacrilegios. El


Ángel


les dijo:


¿No veis que lleváis la muerte en el alma? ¿Qué estáis con vida por misericordia de

Dios y que, de lo contrario, estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Qué os


arranquen ese


cuchillo!


También


éstos fueron


echados fuera.


Poco a poco se acercaron todos los demás joven es y ofrecían corderos, conejos,

pescado, nueces, uvas, etc. El Ángel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de

haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar a aquellos

cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido


puestos


aparte


eran


más       numerosos


de


lo


que


yo


creía.


Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas

llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino


como artificiales, símbolo


de la inmortalidad.


Y el Ángel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los

jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza

incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos

de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca.


En


esto sucedió algo admirable.


Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las

coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de

la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado

menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la

humildad, el amor de Dios y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus


virtudes. El


Ángel


les dijo:


María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin

embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para

conservarlas: 1. humildad, 2. obediencia y 3. castidad; son tres virtudes que siempre os

harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más


hermosa que


ésta.


Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella.

Terminada la primera estrofa, y procesionalmente como habían llegado, iniciaron la

marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto,

maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que


el


Ángel


había


puesto


aparte:


pero


no


los


vi


más.


Amigos míos: yo sé quienes fueron coronados y quienes fueron rechazados por el

Ángel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María


obsequios que


Ella


se


digne


aceptar.


Mientras               tanto


he


aquí algunas


observaciones.


La primera. Todos llevaban flores a la Virgen, y entre ellas, las había de muchas clases,

pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores.


 

62

 

Pensé y volví a pensar que significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la

desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al administrador, pedir

permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo

que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de

otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis;

levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas

de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para

que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas


entre


vosotros;


esto


es lo


que


significan


las


espinas.


Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo

he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que

regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios

no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los

mandamientos.

¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis que quieren decir las palabras padre y madre?

Comprenden también a los que hacen sus veces. Además ¿no está escrito en la

Escritura: Obedeced a vuestros Superiores? Si a vosotros os toca obedecer, es lógico

que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta es la


razón


de


si


deben


cumplir


o


no.


Segunda observación. Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían

servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas

pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus

caprichos y gastarlo a su antojo y, por eso, no quiso entregarlo; vendió pues sus libros

de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería

estimular el garguero y llegaron botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta

caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se

crucifica al buen Jesús. Ya dice el apóstol que los pecados vuelven a crucificar al

Salvador.

Tercera observación. Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus

ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas

obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las

flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o

solamente por agradar a superiores y maestros. Por esto el Ángel les reprochaba que se

atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen

su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas

las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Ángel, el cual las aceptaba y

ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con


los


otros


que


debían


recibir


la


corona.


Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo

he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba


de


vosotros


dones


que


no


tengan


que


ser


rechazados.


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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO— A.D. 1860

(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181) 

En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José,

Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños: 


 

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— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse

como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del

jueves y del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía

tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le

pueden dar el nombre que les parezca. 

Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba

tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo

me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un

personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche,

le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes? 

— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que

deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues,

al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que

pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en

mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me

llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos

espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

 

Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara

en los sueños  acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en

el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme

cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al

hombre de la noche precedente, el cual me dijo: 

—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad.

Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor

de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy

verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este

hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El

tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me

levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere

llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se

extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella

región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un

vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo;

un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un

aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba

a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido.

No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro. 

Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y

dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba

delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan

Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba

para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan

hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces

interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora? —

Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa,

ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos

magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial

despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a

primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin


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sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que

insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía

precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire.

Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies. 

Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por

un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —

¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el

Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te

enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino

descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas

cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio

y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto

me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente,

ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una

fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún

en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. —

¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un

poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban

entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la

altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los

muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del

peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al

suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente

hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una

pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e

inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente. 

Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles,

semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude

observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito,

y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te

diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto,

al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le

pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos

en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más;

obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me

dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude

comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta

de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y

llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería

penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía,

pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado

mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto,

el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una

cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien

apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.

Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal,

pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz

y con jaculatorias. 

Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —

¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para


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hacer caer a mis jóvenes en el  infierno. Examiné con atención los lazos y vi

que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la

desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula,

de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver

cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los

jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la

desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de

esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos

primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a

mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia? —

Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido.

Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos

muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o

rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la

soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande,

pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha.

Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al

Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra,

la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y

otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc.,

etc. 

Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se

defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que

pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos;

bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando

éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los

hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.

Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo

continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las

rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer

punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa

y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso,

quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y

secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo

de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado

a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes;

y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se

hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de

guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había

perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado

salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos. 

Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más

pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo,

donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando

en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada

paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar

los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las 

iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será

posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome,

prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un


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cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el

mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber

descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había

recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras

puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer,

cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si

seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que

yo pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó

resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante

esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o

continuar el viaje? —Pues bien, sígueme— añadió el guía. Me levanté y

continuamos bajando. 

El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si

podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que

terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante

nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del

precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color

verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas

llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que

eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía: —

¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella

puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos.

Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que

estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta

alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a

una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie

de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción

diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et

angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in

ignem mittetur. 

Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —

¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace

falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar

algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido volver

atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo

había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado

hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos

encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido

y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió

hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me

retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba

y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda

velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude

reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en

parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del

viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada

para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba

continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras

servían para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo,

ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo.


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—¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza

de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del

Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con

los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría

precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado

en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y

por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque

la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún

en medio del fuego. 

En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la

puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo,

haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por

el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible,

irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una

delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un

instante  y  yo  vi,  allá  a  lo  lejos,  muy  lejos,  como  la  boca  de  un  horno,  y 

mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de

ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse

con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta

para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó

del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo hice y

pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda

a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban

rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban

de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San

Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de

ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería,

se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos

infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.

Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi

precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un

pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del

brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el

propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar.

Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al

cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de

tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas

(y malos programas de televisión e internet e impureza y pornografía y

anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y

herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio

eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de

ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos

en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá

manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es

el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí

sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y

ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se

corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no

harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes.


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Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una

manera  espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente. 

Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán

con el corazón apegado al pecado.  —¿Entonces para estos desgraciados no

hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen

los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen;

tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase

al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas

durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás

horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los

jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la

perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una

cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo

para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la

necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar

solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me

enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor pensando

para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me

he presentado todavía ante el Juez Supremo. 

Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel

estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada

una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción

amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio

y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas

eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta

inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro

estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y

éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto

sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in

sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro

lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus

est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum

in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor dentium.

Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones,

el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me

dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le

ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada

compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o

probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el

amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la

abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una

gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba

desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro.

Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror

indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía

en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de

fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino

de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la

elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera,

carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores


69

 

millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a

cenizas nada de cuanto tocaba. 

Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.

Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible

ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito

agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y

que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y

queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco

de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel

desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no

es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me

respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente

sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar;

observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale

salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con  una furia

desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma

caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más.

Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último

murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma

precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo

grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían

precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el

aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como

encorvado hacia la tierra. 

Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes

estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no

faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado,

otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma,

una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas.

Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte

desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae

la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in

quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí el espanto,

pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan

cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les

avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el

pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de

Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al ser

provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar

hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de

estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé. —

¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un

poco más—, me dijo el guía. 

Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de

aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose

terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el

rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con

despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva

se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de

cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para


70

 

siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia,

respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus

burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate

más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y

lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los

Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me

indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?

Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a

confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum

sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter sanctos sors

illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via

iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini

ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam

umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la

eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles.

Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la

eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis

jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije—

que los que se encuentran aquí estén todos condenados?  Esos jóvenes, ayer

por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó: 

—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les

sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se

condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de

aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo

conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras:

Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus

omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in

sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron

educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados

no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y

muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien,

para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas

y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a

costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre!

¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas

intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el

proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había

visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando

ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me

adelanté y observé que  todos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos

insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las

piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan

miserable que no encuentro palabras para describirlo. 

Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de

molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco

más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y

de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni

siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue

respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los

condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin


71

 

variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora

es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de

contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario

pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir

al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y

libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de

tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo

mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no

podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento

ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como

también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se

ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa

el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —

Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la

Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia

a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me

introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso

transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular

distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos

que comunicaban con la caverna. 

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto

Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la

causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se

han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado  mal o

las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco

pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay

algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre

vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no

tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer

el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con

tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos

por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren

con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres

ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó

un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran

conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había

algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora

—le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder

avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les

debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta

avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras

particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para

conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no

faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden. 

Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y

en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que

escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y

éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por

espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una

buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —


72

 

Avertere!... Avertere!...  —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!...

¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la

cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y

me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó

otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in

tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a

mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni

buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante

deseo! 

Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que

sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también

interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado

del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el

corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado

le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la

mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las

riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si

este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has

de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el

propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que

pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en

abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del

Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para

apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de

cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos

y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado

de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían

al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño

que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber

restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber

retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las

entregasen al Superior. 

Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales,

diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley

de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a

mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la

perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros

jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles.

Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se

te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder—, y

levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los

cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo

estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —

¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —

Me parece que debe ser la  soberbia. —No, me respondió.—Pues yo siempre he

oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en general se

dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a

Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso

terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los

males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención. 


73

 

Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando

un fin  tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la

noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear

por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento;

son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en

construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo

establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de

rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en

fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo

único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir

durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la

iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración!

¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas

alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada

piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo

obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas

contra el reglamento, origen de graves desórdenes.  Cuando hubo terminado,

yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis

palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí,

puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para

que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que la

obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas

pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el

origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre

ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. 

Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan

emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado

para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —

¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir

porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en

un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de

trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y

exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que

pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado.

El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente,

toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el

guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo

que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al

muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir

que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que

puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa

muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de

espesor colosal. 

El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el

verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es

mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de

mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y

por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y

como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con

fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante


74

 

sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y

lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y

pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para

aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi

mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego

me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan

presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal

como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes

demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el

infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito

como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas

cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante

muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación,  o pude

dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he

contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha

duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio.

Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona

con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más

que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura,

aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee

respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de

cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la

explicación consiguiente. 

Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente

expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero

resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios

notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a

sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones

omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la descripción de

los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la

manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas

costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los

personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y

que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de la 

Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían

perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias.

Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo

tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que

el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación

de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su

corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores

amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de

caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia

con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal

eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos

ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y

cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes,

formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo,

porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las

palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes


75

 

hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas,

entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos

conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos

buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor

fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco. 

 

LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887

(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285) 

En la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la noche

precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso que

había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un

verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el

relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para no

escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo, pues

sería muy difícil representar en su realidad los castigos reservados a los

pecadores en la otra vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó primero un

gran  ruido,  como  de  un  terremoto.  Por el momento no hizo caso, pero el

rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un estruendo horroroso y

prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas

inarticuladas que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito

espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál pudiera

ser la causa de aquel finis mundi, pero no vio nada de particular. El rumor,

cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los ojos ni con los

oídos se podía precisar lo que sucedía. 

San Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe

que poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas

dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era

aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta allí

inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de forma que

pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris et cremantur  in igne.

Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptiblemente

deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas de la

cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las piernas estaban dislocadas de

un modo fantástico. A los gemidos humanos se unían angustiosos maullidos de

gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de

otros animales. 

Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces,

cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan

extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus

famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante

él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos

infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez más

opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será posible poner remedio

o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están

preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo? —Sí —replicó una voz—, hay un

remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o

con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum et thus. Con la

oración incesante y con la frecuente comunión se podrá remediar tanto mal.

Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los

que los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de mortal terror, se


76

 

despertó. Eran ¡as tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo. En

el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su respiración

era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas. 


   
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