SOBRE EL ESTADO DE LAS CONCIENCIAS
SUEÑO 27.—AÑO DE 1860.
(M. B. Tomo VI. pág?. 817-822)
Durante las noches correspondientes a las fechas
comprendidas entre el 28 y el 30 de diciembre de 1860, San
Juan Bosco tuvo tres sueños, como él los llama y que
nosotros, por cuanto hemos visto, oído y comprobado,
podemos calificar con toda seguridad, de auténticas
visiones celestiales.
Se trata de un mismo sueño tres veces repetido,
aunque acompañado de circunstancias diuersas.
He aquí el resumen del mismo, tal como salió de labios
del Santo en la noche postrera del año 1860, al relatarlo a
todos los jóvenes reunidos para escuchar sus buenas
noches.
***************************************************************
Me pareció estar durante tres noches en un campo, en
Rivalta, en compañía de [San] José Don Cafasso, de Silvio
Pellico y del Conde Cays.
La primera noche la pasamos discurriendo sobre
ciertos puntos de religión relacionados con los tiempos
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actuales. La segunda la dedicamos a conferencias morales
en las que proponíamos y resolvíamos diversos casos de
conciencia, referentes principalmente a la dirección de la
juventud.
Al comprobar que durante dos noches consecutivas
había tenido el mismo sueño, determiné contarlo a mis
queridos hijos si por acaso volvía a soñar lo mismo por
tercera vez.
Y he aquí que en la noche del 30 al 31 de diciembre,
me pareció estar nuevamente en el mismo lugar y en
compañía de los mismos personajes.
Dejando aparte otra preocupación, me vino a la mente
el pensamiento de que el día siguiente, último del año,
tenía que dar el aguinaldo, o sea, los recuerdos a mis
queridos hijos. Por eso, dirigiéndome a [San] José Don
Cafasso, le dije-.
—Vos que sois mi gran amigo, déme el aguinaldo para
mis hijos.
El me replicó:
—¡Oh!, despacio. Si quieres que te dé el aguinaldo
para tus jóvenes, ve primero y diles que preparen y ajusten
bien sus cuentas.
Nos encontrábamos a la sazón en una gran sala, en
medio de la cual había una mesa. [San] José Don Cafasso,
Silvio Pellico y el Conde Cays fueron a sentarse junto a ella.
Yo, para obedecer al primero, salí de la habitación y fui a
llamar a mis muchachos, que estaban fuera, haciendo cada
uno una suma en un papel que tenían en la mano.
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Los jóvenes comenzaron a entrar en la sala uno por
uno, llevando consigo sus papeles en los que se veían
muchas cantidades para sumar; y presentándose a los
mencionados personajes, les enseñaban sus cuentas.
Aquellos señores comprobaban el resultado, y si la suma
era exacta y los números estaban claros, se los devolvían a
cada uno. Pero si las cifras estaban emborronadas ni se
dignaban mirarlas.
Los primeros representaban a aquellos que tienen sus
cuentas ajustadas; los segundos, los de conciencia
embrollada. Estos últimos eran bastante numerosos. Los que
salían con sus cuentas aprobadas marchaban contentos de
la sala y se dirigían al patio a jugar; los otros, en cambio, se
iban tristes y angustiados.
Una gran multitud de jóvenes esperaba a la puerta de
aquel salón con el papel en la mano a que le llegase el
turno.
Largo tiempo duró esta tarea, hasta que finalmente no
se presentó nadie.
Parecía que habían desfilado por allí todos los jóvenes,
cuando [San] Juan Don Bosco, al ver a algunos que estaban
esperando y no se presentaban preguntó a [San] José Don
Cafasso:
—¿Y éstos qué hacen?
—Estos, replicó [San] José Don Cafasso, no tienen
ningún número escrito en el papel, por tanto no pueden
hacer ninguna suma; pues aquí se trata de saber el total de
lo que se posee, de lo que se ha hecho, por eso estos
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jóvenes deben ir primero a llenar el papel de números y
que vengan después, que entonces podrán hacer la adición.
De esta manera terminó aquella gran revisión de
cuentas.
Entonces salí de la sala con los tres personajes,
dirigiéndonos al patio, donde vi un gran número de jóvenes:
eran aquellos cuyos papeles estaban llenos de cifras
colocadas en orden. Se entretenían en correr, saltar y jugar
en medio de una alegría extraordinaria. Eran tan felices
como otros tantos príncipes. No se pueden imaginar la
alegría que yo experimentaba al verlos tan gozosos.
Pero había un cierto número de jóvenes que no
participaban de los juegos de los demás sino que se
distraían contemplando a sus compañeros. Entre ellos,
había unos que tenían una venda en los ojos, otros una
densa niebla, otros una nube oscura alrededor de la
cabeza. Algunos echaban humo por la cabeza, otros tenían
el corazón lleno de tierra, otros vacío de las cosas de Dios.
Yo los vi y los conocí perfectamente; de forma que podría
nombrarlos uno a uno desde el primero al último.
Entretanto me di cuenta de que en el patio faltaban
muchos de mis muchachos y me dije para mí después de
haber reflexionado un poco: ¿Dónde están aquellos que
tenían el papel completamente en blanco?
Mirando hacia una y otra parte, al fin fijé la vista en un
rincón del patio y ¡oh, terrible espectáculo! Vi a uno de los
jóvenes tendido en el suelo y pálido como la muerte. Otros
estaban sentados sobre un escaño bajo y sucio, otros
echados sobre un jergón de paja, otros tirados sobre el
desnudo suelo, otros recostados sobre las mismas piedras.
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Eran todos aquellos que no tenían sus cuentas ajustadas.
Les aquejaba una grave enfermedad que les afectaba bien
a los ojos, a la lengua, a los oídos; los órganos atacados
aparecían roídos de gusanos. Había uno que tenía la
lengua completamente podrida, otro con la boca llena de
fango y otro de cuya garganta salía un hedor insoportable.
Diversas eran las enfermedades de algunos infelices. Quién
tenía el corazón carcomido, débil, corrompido; quién
padecía una úlcera, quién otra; había uno en un completo
estado de descomposición. Aquello parecía un verdadero
hospital. En presencia de semejante espectáculo quedé
completamente desconcertado, sin poder dar crédito a
cuanto estaba viendo. Entonces exclamé:
—¡Oh! Pero ¿qué es esto?
Y acercándome a uno de aquellos desgraciados, le
pregunté:
—Pero ¿no eres tú N. N.?
—Sí —me replicó— yo soy.
—¿Y cómo es que te encuentras en un tan deplorable
estado?
—¿Qué quieres?, —me dijo—. Harina de mi costal. ¡Ya
ves! Este es el fruto de mis desórdenes.
Me acerqué a otro y obtuve la misma respuesta. Tal
espectáculo me producía en el corazón el efecto de una
agudísima espina, cuyo dolor se me hizo más tolerable al
contemplar lo que seguidamente les voy a contar.
Con el corazón lleno de dolor me dirigí a [San] José
—¿Qué remedio debo emplear para curar a estos mis
pobres hijos?
—Usted sabe como yo lo que se debe hacer —me
replicó [San] José Don Cafasso—. No necesita que se lo
diga. Medite un poco. Ingeníese.
Después me hizo señal de que le siguiese y
acercándose al palacio del cual habíamos salido, abrió una
puerta. He aquí que entonces me encontré en un magnífico
salón, adornado de oro, de plata y de toda suerte de
filigranas; iluminado por millares de lámparas cada una de
las cuales despedía una luz tal que mi vista no podía
resistir su resplandor.
Tanto la anchura como la longitud de aquel local eran,
considerables. En medio de aquel salón, verdaderamente
regio, había una amplia mesa colmada de confituras de
todas las especies.
Había almendras recubiertas de azúcar de un tamaño
extraordinario; bizcochos descomunales, de manera que
uno solo habría sido suficiente para saciar a un joven. Al ver
esto intenté salir precipitadamente para llamar a mis
jóvenes e invitarles a que viniesen a ver aquella mesa, y
para que contemplasen el magnífico espectáculo que
ofrecía aquel salón. Pero [San] José Don Cafasso me detuvo
inmediatamente exclamando:
—¡Despacio! No todos pueden comer de estos
bizcochos y de estas almendras. Llamad solamente a los
que tienen sus cuentas en orden.
Así lo hice y en un instante la sala se vio llena de
Entonces me dispuse a partir y distribuir aquellos
bizcochos y aquellas pastas y almendras artísticamente
confeccionados. Pero [San] José Don Cafasso se opuso
diciendo:
—¡Calma, calma! No todos los que están aquí son
dignos de gustar estos confites; no todos pueden participar
de ellos. Y me indicó quiénes eran los indignos.
Entre éstos nombró en primer lugar a los que estaban
cubiertos de llagas, los cuales no se encontraban en la sala
con los demás porque no tenían sus cuentas ajustadas.
Después me indicó los que, a pesar de tener sus cuentas en
orden, tenían una niebla delante de los ojos, o el corazón
lleno de tierra o vacío de las cosas del cielo.
Yo le dije inmediatamente con aire de súplica:
—Dejad que dé un poco a estos últimos; también son
hijos míos muy queridos, tanto más que hay mucha
abundancia de confites y no hay peligro alguno de que
lleguen a faltar.
—No, no —continuó diciendo—, sólo los que tienen la
boca sana pueden gustarlos; los demás, no; no están en
condiciones de saborear tales dulzuras; pues como tienen
la boca enferma y llena de amargura, las cosas dulces les
producirían repugnancia y, por tanto, no las pueden comer.
Me resigné a hacer lo que me decía y seguidamente
comencé a distribuir los dulces sólo entre aquellos que me
habían sido indicados. Una vez que hube repartido entre
ellos bizcochos y almendrados en abundancia, comencé
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nuevamente la distribución, dando a cada uno una buena
cantidad. Os aseguro que sentía gran complacencia al ver
a mis jóvenes comer con tanto gusto aquellas golosinas. En
el rostro de cada uno se reflejaba una gran alegría; no
parecían los muchachos del Oratorio; tan transfigurados
estaban.
Los que permaneciendo en la sala se habían quedado
sin dulces, estaban en un rincón de la misma, tristes y
disgustados. Lleno de compasión hacia ellos, me dirigí
nuevamente a [San] José Don Cafasso y le rogué con
insistencia me permitiese distribuir también algunos dulces
entre éstos, para que los pudiesen probar.
—No, no —replicó Don Cafasso—, éstos no pueden
comerlos. Haced primero que sanen de sus dolencias y los
podrán saborear también ellos.
Yo miraba a aquellos pobrecillos. También observaba
a los muchos que habían quedado fuera llenos de
melancolía y a los cuales no se les había dado nada. Los
reconocí a todos y para mayor tormento mío me di cuenta
de que algunos tenían el corazón carcomido.
Continué, pues, diciendo a [San] José Don Cafasso:
—Dígame, ¿qué remedio debo emplear; qué debo
hacer para curar a estos mis hijitos?
Nuevamente me replicó:
—¡Reflexione, ingeníeselas; Vos sabéis lo que tenéis
que hacer!
Entonces le pedí que me diese el aguinaldo prometido
Y adoptando la actitud de una persona que se dispone
a partir, dijo tres veces en tono cada vez más elevado:
—¡Estén atentos, estén atentos, estén atentos!
Y diciendo esto desapareció con sus compañeros y se
desvaneció el sueño.
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Sí en todo esto hay algo que pueda ser útil a nuestras
almas —continuó [San] Juan Don Bosco—, aprovechémoslo.
No me agradaría con todo, que alguno contara algo fuera
de casa. Yo se los he referido a Vosotros porque son mis
hijos, pero no quiero que Vosotros lo deis a conocer a los
demás. Entretanto os puedo asegurar que os tengo todavía
presente a cada uno de Vosotros tal como os vi en el sueño;
sabría decir quién estaba enfermo, quién no; quién comía,
quién no. Ahora no quiero ponerme a manifestar aquí en
público el estado de cada uno, sino que lo diré en particular
a quien así lo desee.
El aguinaldo que les doy en general a todos los del
Oratorio, es el siguiente: Frecuente y sincera confesión;
frecuente y devota Comunión.
Permítasenos —escribe Don Lemoyne— hacer tres
reflexiones sobre este sueño.
La primera empleando palabras de Don Ruffino: "[San]
Juan Don Bosco —dice— cuenta solamente el resumen de
sus sueños, lo que se refiere e interesa a los jóvenes, si
hubiese querido narrar el sueño completo en cada
circunstancia, habría necesitado de un grueso volumen.
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Todas las veces que se le preguntó prudentemente sobre
alguno de sus sueños o visiones se obtuvieron
numerosísimas ideas nuevas y nuevos detalles que
duplicaban o triplicaban la materia. E incluso, cuando no
era interrogado, en ciertas ocasiones dejaba escapar
palabras que indicaban sus conocimientos sobre muchos
acontecimientos futuros, de una manera confusa, sin saber
dar más explicaciones sobre los mismos».
Estas palabras fueron escritas por Don Ruffino en fecha
de 30 de enero de 1861 y de ellas se infiere que
anteriormente [San] Juan Don Bosco había narrado otros
muchos sueños, cuyos textos originales se perdieron, o, al
menos, que los que hemos esbozado en los volúmenes
precedentes, fueron por él desarrollados con mucha
amplitud y abundancia de pensamientos y amonestaciones.
Por lo demás, hemos de hacer nuestras estas afirmaciones,
pues nosotros mismos, más de cien veces al escuchar estos
relatos de labios de [San] Juan Don Bosco, llegamos a las
mismas conclusiones.
La segunda sugerencia es de [Beato] Miguel Don Rúa y
se refiere a la realidad de los conocimientos que [San] Juan
Don Bosco adquiría durante tales sueños, sobre el estado
de las conciencias de sus jóvenes.
«Tal vez alguno —escribe— podría suponer que [San]
Juan Don Bosco, al poner de manifiesto la conducta de los
jóvenes y otras cosas ocultas, pudiese servirse de
revelaciones hechas por los mismos jóvenes o por los
asistentes. Yo, en cambio, puedo asegurar con toda certeza
que jamás, en los muchos años que viví a su lado, que ni yo,
ni ninguno de mis compañeros pudimos darnos cuenta de
tal cosa. Por otra parte, siendo nosotros entonces jóvenes y
estando en medio de los jóvenes, al cabo de breve tiempo
podríamos haber descubierto con mucha facilidad que el
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[Santo] hacía uso de confidencias hechas por alguno de la
casa, ya que los muchachos difícilmente saben guardar un
secreto.
Era tan común entre nosotros la persuasión de que
[San] Juan Don Bosco nos leía los pecados en la frente, que
cuando alguno cometía una falta procuraba evitar el
encuentro con él, hasta después de haberse confesado; y
esto sucedía mucho más frecuentemente después de la
narración de un sueño. Tal persuasión nacía en los alumnos
del hecho que yéndose a confesar con él, aunque se tratase
de jóvenes que le eran desconocidos, encontraba en ellos y
ponía de manifiesto culpas en las que no habían reparado o
que pretendían ocultar.
Finalmente haré observar que además del estado de
las conciencias, [San] Juan Don Bosco anunciaba en los
sueños cosas que era imposible conocer naturalmente con
sólo los medios humanos; por ejemplo, la predicción de
algunas muertes y otros hechos futuros. Por mi parte, a
medida que avanzaba en edad, al considerar estos hechos
y revelaciones de [san] Juan Don Bosco, tanto más me
convencía de que estuvo dotado por el Señor del espíritu de
profecía.
La tercera reflexión es la nuestra —dice Don
Lemoyne— y es que de este sueño se deduce que [San] José
Don Cafasso hacía el papel de juez de todo lo referente a
la religión y a la moralidad; Silvio Pellico dictaminaba
sobre la diligencia en el cumplimiento de los deberes
escolásticos y profesionales, y el Conde Cays, sobre
obediencia y disciplina.
En los dulces nos parece descubrir el alimento de
aquellos que comienzan a andar por los caminos del Señor,
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y en la pasta de almendras a los que están ya en vía de
mayor perfección. De unos y de otros se podría decir con el
Salmista: "Los alimentó con el mejor de los trigos y los sació
con la miel que salía de la piedra".
El sueño que acabamos de ofrecer a los lectores está
tomado de la Crónica de Don Ruffino y de las Memorias
personales de Don Bonetti.
Causa verdadero estupor —continúa Don Lemoyne— el
comprobar los efectos producidos en los alumnos de [San]
Juan Don Bosco durante meses y meses, por el sueño que
acabamos de transcribir».
Don Ruffino y Don Bonetti conservaron recuerdo de ello
en sus respectivas Memorias, las cuales se complementan
recíprocamente. Su lectura refleja lo que sucedió entonces
en el Oratorio en el terreno espiritual; las luchas continuas
mantenidas entre la virtud y el vicio, entre el espíritu de
Dios y el espíritu de las tinieblas; el sucederse alterno en el
campo de ¡as almas, de ¡as victorias y de ¡as derrotas, de
las caídas y del resurgir de las mismas; de la labor de un
sacerdote dotado de un celo ardiente y que sostenido por
uña luz especial y por una energía divina, en medio de
aquellas formidables y misteriosas batallas, infunde valor y
fuerza a quienes luchan varonilmente, socorre a los
vencidos y aleja al enemigo obstinado.
He aquí ¡o que nos dice la Crónica de Bonetti en fecha
de 1 de enero de 1861.
«[San] Juan Don Bosco no podía quitarse a los jóvenes
de encima. El uno quería que le dijese si se encontraba
entre los enfermos; el otro, si le había visto con el corazón
lleno de tierra; un tercero, si sus cuentas estaban en regla o
si se encontraba en el número de aquellos que comían ¡os
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bizcochos y las pastas de almendra. El, cual padre amoroso,
deseoso de complacer a todos, pasó casi todo el día
atendiendo a los que, uno tras otro, fueron a preguntarle
confidencialmente el estado de la propia alma. Y el [Santo]
les indicaba el lugar que ocupaban en e¡ sueño dándoles un
aguinaldo particular. El que dio al clérigo Juan Bonetti, fue
el siguiente: "Quaere animas, et dabis animan tuam
Domino" ¡Cuánto bien produjera este sueño entre los
jóvenes no se puede calcular! Baste saber que incluso
aquellos que, hasta entonces, no habían cambiado de
manera de pensar, ni se habían dejado influenciar por los
buenos ejemplos de los compañeros, ni por los saludables
avisos y consejos de los superiores, ni por varias tandas de
ejercicios espirituales, al oír este sueño no pudieron resistir
más, y todos fueron con empeño a hacer su confesión
general con el mismo [San] Juan Don Bosco, el cual sentía
su corazón inundado de alegría a¡ comprobar cómo el
Señor favorecía de aquella manera a sus queridos hijos.
En esta ocasión, llevado del deseo de que todos los
jovencitos se aprovechasen de aquel favor del cielo, nos
dijo tales cosas, que no nos quedó lugar a duda de que
aquel sueño misterioso era uno de los que el Señor suele
infundir de vez en cuando a ¡as almas elegidas».
Y continúa ¡a Crónica de Don Bonetti en ¡a fecha del 10
de enero.
«En el día de hoy un nuevo acontecimiento ha venido a
afirmar a los jóvenes en su creencia de que con aquel sueño
misterioso, el Señor quiso revelar a [San] Juan Don Bosco el
estado de las conciencias de sus hijos.
He aquí una prueba contundente de ello: "Un joven
había callado varias veces un pecado en la confesión. En
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estos días de salud, atormentado por el pensamiento del
estado lamentable de su alma, determinó hacer una
confesión general, y para ello se presentó a Don Picco el
cual, precisamente en aquellos días comenzaba a acudir al
Oratorio para ayudar a [San] Juan Don Bosco en las
confesiones de los jóvenes. E¡ muchacho en cuestión hizo
una confesión de toda su vida pasada, pero al llegar a
aquel pecado que había callado ya varias veces, no se
atrevió a confesarlo y lo calló nuevamente. Esta mañana, al
bajar [San] Juan Don Bosco de su habitación para ir a la
sacristía, se encontró en la escalera al pobre joven y le dijo:
—¿Cuándo vendrás a hacer tu confesión general?
—Ya la he hecho —le respondió—.
—¡No me digas!, —replicó [San] Juan Don Bosco—.
—Sí, la hice anteayer con Don Picco.
—No, no has hecho tu confesión general. Y si no dime:
¿Por qué has callado tal pecado?
Al oír estas palabras, el jovencito bajó la cabeza y se
le llenaron ¡os ojos de lágrimas; después comenzó a llorar
desconsoladamente y habiendo bajado a la sacristía hizo
su confesión de la manera más consoladora».
El Clérigo Juan Cagliero, que había estado presente
cuando [San] Juan Don Bosco relataba el sueño y era amigo
de todos los alumnos, habló con este alumno, el cual,
aunque de mala gana, le contó cuanto [San] Juan Don
Bosco le había dicho.
El [Santo] jamás revelaba a nadie más que al
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interesado cuanto sabía o conocía por medio de los sueños;
pero de las mutuas confidencias que se hacían los jóvenes
que habían sido objeto de su exquisita caridad, se ponía
siempre en claro que Dios hablaba por su boca.
En la crónica de Don Ruffino correspondiente al 11 de
enero se lee:
«Muchos jóvenes están preocupados; bastantes se
preparan para hacer una confesión general. Muchísimos
desean hablar con [San] Juan Don Bosco, el cual comunica
a cada uno de ellos cosas importantísimas relacionadas con
lo más íntimo de sus conciencias. A algunos, yo mismo los
he visto llorar, como si se les hubiese comunicado una gran
desgracia. Otros están contentos porque han podido oír una
palabra de seguridad sobre su estado.
Un clérigo, al cual conozco muy bien, le pidió le dijese
algo sobre el estado de conciencia en que se encontraba y
[San] Juan Don Bosco se lo expuso así:
—No te desanimes, procura apartar tu corazón de las
cosas del mundo. Abre bien los ojos para alejar las
tinieblas de tu mente y para conocer la verdadera piedad
que se opone a la propia gloria. Procura con la medicina de
la Confesión remover todo obstáculo que pudiera hacerlo
enfermar. Reaviva tu fe, la cual te hará conocer y amar la
vida de piedad. Aquí tienes descrito tu estado.
En el Oratorio se siente un gran bienestar. [San] Juan
Don Bosco dijo en medio de un gran corro de muchachos en
tiempo de recreo:
—Hay jóvenes en la casa que aventajan en piedad a
[Santo] Domingo Savio. Uno especialmente, poco conocido,
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me supo decir después de la Misa, los pensamientos y
distracciones que yo tuve durante la misma».
Las crónicas de Bonetti y Ruffino, en fecha 13 de enero
continúan:
Un buen número de artesanos, especialmente los
encuadernadores, han ido a hacer su confesión general, sin
que nadie les incite a ello.
Un alumno, habiéndose encontrado con [San] Juan Don
Bosco en el patio, le preguntó:
—Dígame, ¿cómo es que habiéndose confesado casi
todos el día de Navidad vio usted a tantos en el sueño en
tan deplorable estado?
—Me has preguntado una cosa —replicó el [Santo]—
que no te puedo aclarar; yo lo sé, pero, aunque no estoy
obligado a secreto, en público no la diré nunca; hay con
todo muchas otras que no puedo decirlas ni en privado.
Ese mismo día dijo [San] Juan Don Bosco después de
las oraciones:
—Al punto a que han llegado las cosas, me veo
obligado a hablar y a descorrer el velo de este sueño. Les
dije que ¡o tuve durante tres noches consecutivas. La
primera vez en la noche del 28 de diciembre, repitiéndose
en las fechas del 29 y del 30. En la primera noche se
trataron puntos y cuestiones de teología referentes al
tiempo presente, o sea, cosas de actualidad y les aseguro
que recibí muchas ilustraciones del cielo.
La segunda noche hablamos sobre diversos temas de
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moral, también relacionados con casos de conciencia
referentes a jóvenes del Oratorio.
La tercera noche se trataron casos prácticos, por los cuales
conocí el estado moral de cada joven en particular.
El primer día no quise hacer caso del sueño porque el
Señor nos lo prohíbe en la Sagrada Escritura. Pero en estos
días pasados, después de haber hecho algunas
experiencias, tras haber hablado con varios jóvenes en
particular y de haberles expuesto las cosas tal y como las
vi, y de que ellos me asegurasen que todo era como yo les
decía, ya no pude seguir dudando, llegando a la convicción
de que se trataba de una gracia extraordinaria que el
Señor concede a todos los hijos del Oratorio.
Por eso me encuentro en la obligación de decirles que
el Señor los llama y les hace sentir su voz y ¡ay de aquellos
que cierren sus oídos a sus reclamos!
[San] José Don Cafasso, pues, hizo entrar a todos en
una sala y a todos proporcionó un pliego. Algunos tenían
sus cuentas ajustadas por completo. Otros nada más que
los números, pero les faltaba por hacer la suma.
—¿Y todos aceptaron el pliego que se les ofrecía?, —
preguntó el mismo [San] Juan Don Bosco—. No —se
respondió a sí mismo— porque muchos se habían quedado
fuera, recostados en las yacijas de paja, otros sentados en
los escaños; otros tendidos por el suelo o echados sobre el
fango: algunos estaban tan cubiertos de heridas y de llagas
que causaban repugnancia.
Los que recibieron el papel de manos de [San] José
Don Cafasso con las cuentas aprobadas, salieron a hacer
114
recreo, pero no todos jugaban, pues muchos de ellos tenían
los ojos rodeados de una niebla que les impedía ver claro;
otros los tenían vendados, no faltando quienes mostraban el
corazón carcomido.
Los que tenían sus cuentas ajustadas representan a los
de conciencia recta.
Los que tenían el papel con los números escritos, pero
sin la suma hecha, con los que tienen la conciencia en
regla, pero les falta la adición de la última confesión.
Los que tenían los ojos circundados de niebla o
vendados, son los que se dejan dominar por el espíritu de
soberbia y por el amor propio. Los que estaban tirados por
los suelos podría nombrarlos uno a uno y decirles por qué
se encontraban sobre las yacijas de paja, sentados en los
escaños o en el mismo suelo. Vi también el interior de los
corazones. Muchos los tenían llenos de cosas bellas: de
rosas, de azucenas, de fragantísimas violetas. Estas flores
simbolizan ¡as distintas virtudes. ¡Otros en cambio!... El
corazón carcomido representa a ¡os que alimentan odios,
rencores, envidias, antipatías, etc., etc.
Algunos tenían el corazón lleno de víboras, símbolo de
los pecados mortales; otros lleno de tierra, representación
del apego a las cosas del mundo y a los placeres sensuales.
Bastantes eran también los de corazón vacío, o sea los que
a pesar de estar en gracia de Dios y alejados de ¡as cosas
del mundo y de ¡os placeres sensuales, al mismo tiempo no
procuran llenar e¡ corazón con la piedad y con el santo
temor de Dios. Estos tales viven a la buena y si no caen en
el primer lazo que les tiende el demonio no tardarán mucho
en malearse.
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Por tanto, todos aquellos que no tienen aún en orden
las cosas de su alma, ¡ah!, que no aguarden más tiempo a
ajustarías. Que vengan a mí y me prometan responder
sinceramente a cuanto les pregunte y si no se sienten con
ánimo para hablar, hablaré yo por ellos. Por fortuna me
encuentro en condiciones de poder decir a cada uno su
pasado, su presente y algo del futuro.
Les estoy diciendo cosas que no debiera decir. ¡Ah,
queridos jóvenes! Hay un pensamiento que me llena de
horror. Les aseguro que jamás habría creído que hubiese en
nuestra casa un tan crecido número de jóvenes con ¡as
conciencias tan desordenadas, tan desarregladas. ¡Jamás
lo hubiera creído!
¡Cuántos con el cuerpo cubierto de llagas y tendidos
por los suelos! Créanme que pasé noches y días terribles.
Una palabra de pláceme a aquellos que han pensado
ya en arreglar su conciencia; pero, aun hay muchos que no
se han determinado a hacerlo.
Al decir esto, se notaba en su voz la emoción que le
embargaba y gruesas lágrimas rodaban de sus ojos. No
pocos de los jóvenes lloraban también. Las palabras del
[Santo] consiguieron el efecto deseado.
En su crónica del 15 de enero, Don Ruffino dejó
consignado:
«Los artesanos continúan haciendo su confesión
general.
Hoy, algunos hicieron a [San] Juan Don Bosco la
siguiente pregunta:
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—¿Cómo es que habiendo tenido este sueño en
vísperas de la fiesta de Navidad, tardó tanto en contarlo en
público?
—Repetiré lo que les dije en otra ocasión —replicó
[San] Juan Don Bosco—.
Después de tener este sueño, no quise por una parte
dar importancia a cuanto en él había visto, pero por otra
me parecía que la tenía, por eso hube de reflexionar
durante algunos días sobre la conducta que debía seguir.
Después llamé a un joven de los que había visto en el
mismo horriblemente cubierto de llagas y le dije:
—Tú te encuentras en tal estado de conciencia. Lo
deducía del estado en que lo había visto.
—El tal me respondió que, efectivamente, era así como
yo decía. Llamé a otro y me dio la misma respuesta;
coincidiendo su contestación con lo que yo había
observado. Vi que también se cumplía en un tercero cuanto
yo había visto. Entonces no me cupo ya la menor duda. En
aquel sueño se me había manifestado el estado de las
conciencias de todos los jóvenes; el estado presente y hasta
e¡ futuro de muchos de ellos.
[San] Juan Don Bosco aseguró también a algunos de
sus íntimos:
—Adquirí mayores conocimientos teológicos en
aquellas tres noches, que durante todo el tiempo de estudio
en el Seminario».
Don Ruffino prosigue en su crónica correspondiente al
«Hablando [san] Juan Don Bosco con algunos después
de la comida, les decía:
—Cuando se trata de la ofensa de Dios, no hay que
tener nada en consideración con tal de que se llegue a
impedirla.
[Beato] Miguel Don Rúa entonces le preguntó:
—¿Lo que nos ha contado es sueño o realidad?
—Ni yo mismo lo sabría precisar —replicó el Santo— .
Lo cierto es que cuando hubo terminado, me encontraba
sentado en la cama y por cierto que sentía mucho frío.
Y al decir esto, sonreía.
Que cuanto [San] Juan Don Bosco contaba no eran
simples sueños, lo demuestran los efectos de sus relatos.
Cuando Francisco Dalmazzo llegó al Oratorio, Don
Bosco le preguntó:
¿Qué quieres ser cuando hayas terminado aquí tus
estudios?
—Farmacéutico o algo parecido —respondió el
jovencito—
—¿No te agradaría ser sacerdote?
—No, no.
—Con todo, quiero hacerte sacerdote.
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Dalmazzo miró a [San] Juan Don Bosco sonriendo y
replicó:
—¡Oh! No lo conseguirá.
Han pasado ya tres largos meses del curso y Dalmazzo
es uno de los más aficionados a [San] Juan Don Bosco, al
que dice ya reiteradamente:
—Si a Vos le place, me haré sacerdote».
Continúa la crónica de Don Ruffino en fecha del 26 de
enero:
«Parece ser que [San] Juan Don Bosco vio en sueños a
otros jóvenes que ahora no están en el Oratorio.
Como le rodeasen algunos de sus confidentes,
recordando el [Santo] a ciertos jóvenes que habían estado
en el Oratorio y que al presente llevaban mala vida,
exclamó:
—¡Oh, si les pudiese hablar! Yo creo que al ver sus
faltas puestas al descubierto se enmendarían. Por ejemplo,
a Ard... jamás lo he conocido y, sin embargo, le podría decir
el estado de su conciencia.
Dicho esto, guardó silencio y después de permanecer
algún tiempo pensativo, continuó:
—Sí por la noche pudiese ver como por la mañana,
confesaría a un triple número de jóvenes. Por la mañana,
mientras confieso a uno, tengo a muchos delante de mi
aguardando turno. A todos los tengo confesados, aunque no
A este conocimiento sobre el estado de las
conciencias, se añadía la bondad con que acogía a los
penitentes.
En cierta ocasión fue a confesarse con él cierto joven.
Una vez terminada la confesión, el penitente le dijo:
—Tendría todavía una cosa que decirle.
—¿Qué? ¡Habla!
—Desearía que me permitiera besarle los pies.
—No hace falta. Bésame solamente la mano según se
acostumbra al sacerdote.
El joven comenzó a llorar copiosamente añadiendo:
—¡Feliz de mi si en el pasado hubiese abierto los ojos
como al presente! Vos me habeis hecho ver claro esta
noche.
Y se marchó sollozando. Cuando se serenó volvió para
tratar con [San] Juan Don Bosco sobre las cosas de su
alma».