Don Bosco - Sueño 30 Parte a
   
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LA LINTERNA MÁGICA

 

 

SUEÑO 30.—AÑO DE 1861.

 

 

(M. B. Tomo VI, págs. 897-916)

 

 

 Con singular acuerdo nos ofrecen numerosas crónicas

particulares del Oratorio un sueño narrado por el mismo

Don  Bosco,  en  el  cual  vio  su  Obra  de  Valdocco  y  los  frutos

que produciría en el porvenir; el estado de las conciencias


 

 

148

 

de     sus     alumnos;      los    que     eran      llamados       al     estado

eclesiástico o a servir a Dios en la Pía Sociedad o a llevar

vida de seglares y el porvenir de la naciente Congregación.

El siervo de Dios soñó, pues, la noche precedente al dos de

mayo y    el sueño le duró casi seis horas. Apenas amaneció

se levantó del lecho para tomar algunos apuntes sobre las

escenas principales y              anotar los nombres de algunos

personajes que había visto desfilar a través de su fantasía

mientras dormía.

 

 

En  la  narración  de  dicho  sueño            invirtió tres buenas

noches consecutivas, hablando a sus jóvenes desde la

tribuna que le sollian colocar debajo del pórtico una vez

rezadas las oraciones de costumbre.

 

 

El dos de mayo estuvo hablando por espacio, casi, de

tres cuartos de hora.

 

 

El exordio, como sucedía siempre que comenzaba una

de estas narraciones, parece un poco confuso y extraño, lo

que juzgamos natural, por razones que hemos expuesto ya

en otros lugares y por las que someteremos al juicio de

nuestros lectores.

 

 

Comenzó, pues, el siervo de Dios a hablar así a los

jóvenes después de haberles anunciado el tema de sus

buenas noches:

 

 

Este sueño se refiere solamente a los estudiantes.

Muchísimas cosas de las que vi en él no sería capaz de

describirlas, por falta de inteligencia y por insuficiencia de

palabras.

***************************************************************

Me parecía haber salido de mi casa de Becchi. Me

dirigía por un sendero que conducía a un pueblo próximo a


 

 

149

 

Castelnuovo, llamado Capriglio. Quería visitar un campo

arenoso de nuestra propiedad, que estaba situado en un

vallecillo       detrás      del     caserío       llamado Valcappone;             la

cosecha de este campo apenas si produce para pagar los

impuestos. En mi niñez estuve varias veces trabajando en

aquel sitio.

 

 

Había recorrido ya un buen trecho de camino, cuando

cerca de aquel campo me encontré con un hombre como de

unos cuarenta años, de estatura ordinaria, barba larga y

bien cuidada y de rostro moreno. Vestía un traje que le

llegaba hasta las rodillas, llevaba ceñidos los costados y

sobre la cabeza una especie de gorrito blanco. Se hallaba

en actitud de quien espera a alguien. El tal me saludó

familiarmente como si yo fuese para él persona conocida

desde mucho tiempo; después me preguntó:

 

 

—¿Adonde vas?

 

 

Mientras detenía el paso, le repliqué:

 

 

—Voy    a    ver     un    campo      que     tenemos por          estos

contornos. Y tú, ¿qué haces aquí?

 

 

—No seas curioso —me contestó—. No necesitas

saberlo.

 

 

—Bien. Pero al menos haz el favor de decirme tu

nombre y quién eres, pues, me he dado cuenta de que me

conoces. Yo, en cambio, no te conozco.

 

 

—No hace falta que te diga ni mi nombre, ni mis

cualidades. Ven. Prosigamos juntos.

 

 

Me puse en camino con él y después de avanzar unos


 

 

150

 

pasos me vi en un extenso campo cubierto de higueras. Mi

compañero me dijo:

 

 

—¿No ves qué hermosos higos hay aquí? Si quieres

puedes coger y comer de ellos.

 

 

Yo le respondí maravillado:

 

 

—En este campo nunca hubo higos.

 

 

Y él añadió:

 

 

—Pues ahora los hay; ahí los tienes. —Pero no están

maduros; todavía no es tiempo de higos. —Pues a pesar de

ello, mira: los hay ya muy hermosos y en punto; si quieres

probarlos date prisa porque se hace tarde.

 

 

Y como yo no me moviese, mi amigo insistió:

 

 

—Date prisa; no pierdas tiempo, que se acerca la

noche. —Pero ¿por qué me das tanta prisa? No, no quiero

higos; me agrada verlos, regalarlos, pero no me son

agradables al paladar.

 

 

—Si es así, sigamos adelante; pero recuerda lo que

dice el Evangelio de San Mateo, cuando habla de los

grandes acontecimientos que sucederán a Jerusalén. Decía

Cristo a los Apóstoles: Ab arbore fici discite parabolam.

Cum jam ramus ejus tener fuerit et folia nata, scitis quia

prope est aestas.         Y ahora está muy cerca, puesto que los

higos comienzan a madurar.

 

 

Reemprendimos la marcha y he aquí que apareció otro

campo      sembrado       de viñas.         El desconocido           me     dijo

inmediatamente:


 

 

151

 

 

 

—¿Quieres uvas? Si no te agradan los higos, ahí tienes

uvas: coge come.

 

 

—¡Oh! Ya las cogeremos a su tiempo en la viña.

 

 

—Pues aquí también las hay.

 

 

—¡A su tiempo!—, le respondí.

 

 

—Pero, ¿no ves cuánta uva madura?

 

 

-—¿Posible? ¿Y en esta estación?

 

 

—Pero date prisa, que se hace tarde y no hay tiempo

que perder.

 

 

—¿Qué prisa tenemos? Con tal de que al final del día

me encuentre en mi casa…

 

 

—Te repito que te des prisa, pues pronto se hace de

noche.

 

 

—Si se hace de noche volverá otra vez el día.

 

 

—No es cierto; ya no volverá el día.

 

 

—¿Cómo? ¿Qué es lo que quieres decir?

 

 

—Que se acerca la noche.

 

 

—Pero ¿de qué noche me estás hablando? ¿Quieres

decir que debo preparar la mochila para partir? ¿Que debo

ir pronto a mi eternidad?


 

 

152

 

—Se aproxima la noche: dispones de muy poco tiempo.

 

 

—Dime al menos si será pronto. ¿Cuándo he de partir?

 

 

—No seas tan curioso. Non plus sápere quam oportet

sápere.

 

 

—Así decía mi madre a los entrometidos —pensé para

mí—; y después proseguí en alta voz:

 

 

—Por ahora no quiero uvas.

 

 

Seguimos avanzando lentamente y tras breve caminar

llegamos al campo de nuestra propiedad, en el qué

encontramos a mí hermano José cargando un carro. Al

verme se acercó para saludarme; después saludó a mi

compañero, pero viendo que éste no respondía al saludo ni

le hacía caso, me preguntó si el tal había sido condiscípulo

mío:

 

 

—No —le dije—, es la primera vez que lo veo.

 

 

Entonces José le               dirigió      de     nuevo      la     palabra

diciéndole:

 

 

—Oiga, por favor, dígame su nombre; tenga la bondad

de contestarme; que yo sepa con quién hablo.

 

 

Pero el guía continuaba sin hacerle caso. Mi hermano,

extrañado, se dirigió nuevamente a mí para preguntarme:

 

 

—Pero ¿quién es éste?

 

 

—No lo sé, no ha querido decírmelo.


 

 

153

 

Ambos insistimos para que nos dijese de dónde venía,

pero el otro volvió a repetir: Non plus sápere quam oportet

sápere.

 

 

Entretanto mi hermano se había alejado y no volví a

verle, mientras que el desconocido, dirigiéndose a mí, me

dijo:

 

 

—¿Quieres ver algo extraordinario?

 

 

—De buena gana— respondí.

 

 

—¿Quieres ver a tus muchachos tal y como son

actualmente?          ¿Cómo      serán       en      el futuro?           ¿Quieres

contarlos?

 

 

—¡Oh!, sí, sí.

 

 

—Ven, pues.

 

 

Entonces sacó no sé de dónde una gran máquina, que

no sabría describir, la cual constaba de una gran rueda. Y

mientras la colocaba en el suelo le pregunté:

 

 

—¿qué significa esa rueda?

—La eternidad en las manos de Dios— me respondió.

 

 

Y tomando la manivela de aquella rueda, la hizo girar.

Después me dijo:

 

 

—Toma el manubrio y dale una vuelta.

 

 

Así lo hice y después mi acompañante añadió:

 

 

—Ahora mira dentro.


 

 

154

 

 

 

Observé la máquina y vi que tenía un gran cristal en

forma de lente, casi de un metro y medio de diámetro,

emplazado en el centro de la misma y fijo en la rueda.

Alrededor de la lente se leía:                  Hic est óculus qui humilia

réspicit in coelo et in térra.

 

 

Inmediatamente apliqué la cara a la lente. Miré y ¡oh,

espectáculo maravilloso! Vi en el interior de aquel artefacto

a todos los jóvenes del Oratorio.

 

 

—Pero ¿cómo es posible?—, me decía para mí. Hasta

ahora no vi a ninguno de mis hijos en esta región y ahora

los contemplo a todos reunidos. ¿Pero no están en Turín?

 

 

Miré por encima y a los lados de la máquina, pero

fuera de la lente a nadie veía. Levanté el rostro para

expresar       mi admiración           al compañero,           pero     apenas

pasados unos instantes me ordenó que diese una segunda

vuelta a la manivela, y vi una singular y extraña separación

de jóvenes. A un lado los buenos y a otro los malos. Los


primeros radiantes


de


felicidad;


los


otros,


que


afortunadamente no eran muchos, daban compasión. Yo los

reconocí a todos, pero ¡qué distintos eran de lo que los

compañeros creían! Unos tenían la lengua agujereada;

otros los ojos completamente extraviados; quiénes sufrían

dolor de cabeza producido por repugnantes úlceras, no

faltando los que tenían el corazón roído por los gusanos.

Cuanto más los miraba, más afligido me sentía.

 

 

—Pero ¿es posible que estos sean mis hijos?, —

exclamé—. No comprendo lo que pueden significar estas

extrañas enfermedades.

 

 

Al escuchar estas palabras, el que me había conducido


 

 

 

 

 

 

 

a la rueda, me dijo:


 

 

155


 

 

—Escúchame: la lengua agujereada significa las malas

conversaciones; la vista extraviada, los que interpretan o

juzgan de una manera torcida los designios de Dios,

prefiriendo la tierra al cielo; la cabeza enferma, representa

el menosprecio de tus avisos y consejos y la satisfacción de

los propios caprichos; los gusanos son las malas pasiones

que corroen el corazón; también están ahí los sordos, los

que no quieren escuchar tus palabras para no ponerlas en

práctica.

 

 

Después me hizo una señal, y yo, dando una tercera

vuelta a la rueda, apliqué el ojo a la lente del aparato. Vi

entonces a cuatro jóvenes atados con gruesas cadenas. Los

observé atentamente y los conocí a los cuatro. Pedí

explicación al desconocido y me respondió:

 

 

—Lo puedes comprender fácilmente: son los que no

escuchan tus consejos y si no cambian de conducta corren

el peligro de ir a parar a la cárcel y acabar en ella sus días

por sus delitos o graves desobediencias.

 

 

—Desearía tomar nota de sus nombres para no

olvidarlos —le dije—, pero el amigo me respondió.

—No  hace  falta;  están  ya  todos anotados; aquí los

tienes escritos en este cuaderno.

 

 

Entonces me di cuenta de que mi acompañante tenía

un cuadernillo en la mano. Me ordenó que diese otra vuelta

al manubrio y después de hacerlo, me puse nuevamente a

mirar. Vi a otros siete jóvenes, todos de aspecto huraño y

desconfiado, con un candado que les cerraba los labios.

Tres de ellos se tapaban también los oídos con las manos.

Me separé entonces del cristal y quise anotar con lápiz sus


 

 

 

 

 

 

 

nombres, pero aquel hombre me volvió a decir:


 

 

156


 

 

—No hace falta; aquí los tienes escritos en este

cuaderno que llevo siempre conmigo. Y se opuso en

absoluto a que yo escribiese. Yo, lleno de estupor y dolorido

por aquella extraña actitud, pregunté el significado de

aquel candado que cerraba los labios de aquellos infelices.

El me respondió:

 

 

—¿No lo entiendes? Estos son los que callan.

 

 

—Pero ¿qué es lo que callan?

 

 

—¡Callan!

 

 

Entonces comprendí que se trataba de la Confesión.

Eran los que incluso, cuando el confesor les pregunta, no

responden, o responden evasivamente, o faltan a la verdad.

Dicen sí cuando deben responder no y viceversa.

 

 

El amigo continuó:

 

 

—¿Ves aquellos tres que además de llevar un candado

en la boca se tapan los oídos con las manos? ¡Qué

condición tan deplorable la suya! Esos son los que no

solamente callan pecados en la confesión, sino que además

no quieren escuchar en manera alguna los avisos, los

consejos, las ordenes del confesor. Son los que no prestarán

oído a tus palabras, aunque parezca que las escuchan y

que estaban dispuestos a obrar diversamente. Podrían

quitarse las manos de donde las tienen, pero no quieren

hacerlo. Los otros cuatro escucharon tus consejos, tus

exhortaciones, pero no se aprovecharon de ellas.

 

 

—¿Y cómo haría para quitarles ese candado?


 

 

 

 

 

 

 

 

Ejiciatur superbia e córdibus eorum.


 

 

157


 

 

—Amonestaré a éstos —proseguí—, pero para los que

se tapan los oídos con las manos hay pocas esperanzas.

 

 

Aquel hombre me dio después un consejo; a saber, que

cuando dijese dos palabras desde el pulpito, una fuera

sobre la manera de confesarse bien; y por mi parte prometí

obedecerle. No diré que solamente hablaré de esto, porque

me haría pesado, pero sí que inculcaré con frecuencia una

máxima tan necesaria. En efecto, es mucho mayor el

número de los que se condenan por confesarse mal que los

que van al infierno por no confesarse, porque aun los malos

alguna vez se confiesan, pero son muchísimos los que no se

confiesan bien.

 

 

El personaje misterioso me hizo dar otra vuelta a la

manivela.

 

 

Miré después y vi a otros tres jóvenes en una situación

espantosa.

 

 

Cada uno de ellos tenía un mono enorme sobre las

espaldas. Al observar atentamente pude comprobar que

aquellos animales tenían cuernos. Cada uno de ellos con

las patas delanteras apretaban fuertemente las gargantas

de sus infelices víctimas de forma que el rostro de aquellos

desgraciados muchachos se tomaba de un color rojo

sanguinolento, y sus ojos, inyectados en sangre, parecía

que iban a saltar de sus órbitas. Con las patas de atrás les

apretaban los muslos de manera que a duras penas les

consentían moverse y con la cola, que les llegaba hasta el

suelo, les enredaban las piernas hasta el punto que les

hacían imposible el caminar. Esto representaba a los


 

 

 

158

 

jóvenes que después de los ejercicios espirituales continúan

en pecado mortal, especialmente contra la pureza y la

modestia, habiéndose hecho reos en materia grave contra

el sexto mandamiento. El demonio les apretaba la garganta

para no dejarles hablar cuando debían hacerlo; les hacía

enrojecer hasta perder la cabeza, y proceder de una

manera irracional, haciéndoles esclavos de una vergüenza

fatídica, que, en lugar de conducirlos a la salvación, los

lleva a la ruina. Mediante sus estratagemas les hacen

saltar los ojos de las órbitas, para que no puedan ver sus

miserias y los medios para salir del estado miserable en

que se encuentran, haciéndoles víctimas de su aprensión y

repugnancia hacia los Santos Sacramentos. Los tienen

aprisionados por los muslos y por las piernas., para que no

puedan moverse ni dar un paso por el camino del bien; tal

es el predominio de la pasión, a causa del hábito contraído,

que llegan a creer imposible la enmienda.

 

 

Les      aseguro,         queridos        jóvenes,        que       derramé

abundantes lágrimas al contemplar aquel espectáculo.

Habría deseado precipitarme a salvar a aquéllos infelices,

pero apenas me separaba de la lente, nada veía. Quise

entonces tomar nota de                      los     nombres       de      los     tres

desgraciados, pero el amigo me replicó:

 

 

—Es inútil, pues están ya escritos en este libro que

tengo en la mano.

 

 

Entonces, con el corazón lleno de una emoción

indecible y con lágrimas en los ojos, me volví al compañero

y le dije.

 

 

—Pero ¿es posible que se encuentren en semejante

estado estos tres pobres jóvenes a los cuales he dado

tantos consejos y a los que tantos cuidados he dedicado en


 

 

 

 

 

 

la confesión y fuera de ella?


 

 

159


 

 

Y seguidamente le pregunté qué es lo que deberían

hacer para arrojar de encima a tan horribles monstruos. 

 

 

Entonces, mi compañero, comenzó a decir muy de prisa

y entre dientes estas palabras: Labor, sudor, fervor.

 

 

—Es inútil; si hablas así no te entenderé nada. 

 

 

¡Vaya!     Estás      acostumbrado         al     empeño       de      las

gramáticas y al uso de las construcciones en las clases ¿y

no comprendes? Presta atención: Labor, punto y coma;

sudor, punto y coma; fervor, punto. ¿Has entendido?

 

 

—He comprendido el sentido material de las palabras,

pero es necesario que tú me digas el significado.

 

 

Y el guía continuó:

 

 

Labor in assiduis opéribus; sudor in poenitentiis


continuis;


fervor


in


oratiónibus fervéntibus et


perseverántibus. Pero, por estos es inútil que te sacrifiques;

no conseguirás ganártelos, pues no quieren sacudir el yugo

de Satanás, del cual son esclavos.

Entretanto, yo seguía mirando por la lente y me

atormentaba pensando:


 

 

—Pero ¿todos


 

éstos


 

se han


 

de


 

perder


irremisiblemente? ¿Es posible? ¿Aun después de haber

hecho los ejercicios espirituales? ¿También aquéllos? ¿Y

aquellos otros? ¿Después de haber hecho tanto por ellos...

después de haber trabajado tanto..., después de tantos

sermones... después de tantos consejos como les he dado...

¡y de tantas promesas!..., después de haberles avisado


 

 

 

160

 

tantas veces? ¡Jamás me habría esperado semejante

desengaño! Y no encontraba punto de reposo.

 

 

Entonces mi intérprete comenzó a reprenderme:

 

 

—¡Oh, el soberbio! ¿Y quién eres tú para pretender

convertir a las almas con tu trabajo? ¿Porque amas a los

jóvenes pretendes que correspondan a tus desvelos?

¿Acaso crees que amas más a las almas que Nuestro Divino

Salvador y que has sufrido y padecido por ellas más que El?

¿Piensas que tu palabra es más eficaz que la de Jesucristo?

¿Acaso predicas tú mejor que El? ¿Te imaginas que has

tenido mayor caridad y que tu solicitud ha sido más grande

para con tus jóvenes que la que El empleó para con sus

Apóstoles? Tú sabes que vivían con El continuamente, que

gozaban ininterrumpidamente del cúmulo de sus beneficios,

que oían día y noche sus amonestaciones y los preceptos de

su doctrina, que contemplaban sus obras que debían ser un

vivo estímulo para la santificación de sus costumbres.

¡Cuánto no hizo y dijo en favor de Judas Iscariotes! Y, con

todo, Judas Iscariotes le traicionó y murió impenitente [y

ahora esta en infierno – Gehenna]. ¿Eres tú acaso mejor que

los Apóstoles? Pues bien, los Apóstoles eligieron siete

diáconos, solamente siete, seleccionados con la mayor

solicitud, y, con todo, uno prevaricó. ¿Y tú, entre quinientos,

te maravillas de este pequeño número que no corresponde

a tus cuidados? ¿Pretendes conseguir que entre ellos no

haya ninguno malo, ningún pervertido? ¡Oh, el soberbio!

 

 

Al oír esto callé, pero no sin sentir mi alma oprimida

por el dolor.

 

 

—Por lo demás, consuélate— prosiguió aquel hombre,

viéndome tan abatido. Y me hizo dar otra vuelta a la rueda,

mientras decía:


 

 

161

 

 

 

—¡Admira la generosidad de Dios! Observa cuántas

almas te quiere regalar. ¿Ves ese gran número de jóvenes?

Volví a mirar a través de la lente y vi una muchedumbre

inmensa de jóvenes, a los cuales desconocía por completo.

 

 

—Sí, los veo ■—respondí—, pero no los conozco.

 

 

—Pues bien, éstos son los que el Señor te dará en lugar

de aquellos que no corresponden a tus cuidados. Ten

presente que por cada uno de ellos el Señor te dará cien.

 

 

—¡Ah! ¡Pobre de mí!, —exclamé—; tengo la casa llena;

¿dónde colocaré a todos estos jóvenes nuevos?

 

 

—No te preocupes. Por ahora tienes sitio para todos.

Más adelante, Aquel que te los envía, te indicará dónde los

tienes que albergar. El mismo te proporcionará el sitio.

 

 

—No es tanto el lugar donde colocarlos lo que me

preocupa, cuanto la manera de darles de comer.

 

 

No pienses ahora en eso; el Señor proveerá.

 

 

—Si es así,             perfectamente— repliqué                 lleno      de

consuelo.

 

 

Y observando           durante       largo      rato      y    con     gran

complacencia a aquellos jóvenes, retuve la fisonomía de

muchos de ellos, de forma que ahora los reconocería si los

volviese a ver.

***************************************************************

Y ahí terminó de hablar [San] Juan Don Bosco en la

noche del dos de mayo.


 

 

 

 

 

 

II


 

 

162


 

 

En la noche del tres de mayo el [Santo] proseguía su

relato.

 

 

A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada

uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y

categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando

para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las

explicaciones que oyó de labios  de  este  en  relación  con

ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su

vista.

 

 

El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose

de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos

jóvenes a quienes [San] Juan Don Bosco había dicho lo que

sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de

ello. Dicha nota llevaba fecha de 1861.

 

 

Nosotros entretanto         continúa Don Lemoyne         para

mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas

repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el

relato       los nombres            omitidos y            las      explicaciones

consiguientes; pero éstas, en la mayoría de los casos, no

serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos

exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.

[San] Juan Don Bosco, pues, comenzó a decir:

***************************************************************

El desconocido continuaba junto al aparato de la

rueda  y  de  la  lente.  Yo  me  sentía  muy  contento  por  haber

visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros,

cuando me fue dicho:

 

 

—¿Quieres contemplar algo más hermoso?


 

 

 

 

 

 

 

—Sí, sí, veamos.

 

 

—¡Da una vuelta a la rueda!


 

 

163


 

 

Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a

todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo

distante los unos de los otros y ocupando una amplia

extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de

legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en

cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres.

En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos

trabajaban la tierra empleando azadas, palas, bieldos de

dos puntas, picos y rastrillos. Estaban además divididos en

cuadrillas que tenían sus respectivos jefes. Les presidía el

Caballero Oreglia de Sara Esteban, el cual distribuía entre

ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a

trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al

fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la

simiente a la tierra.

 

 

El segundo grupo se encontraba en la otra parte, en un

extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un

largo foso servía de lindero entre este y los demás campos

cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se

perdían en el horizonte lejano. Los jóvenes que trabajaban

en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos

realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes

gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién

conducía un carro; este trillaba, aquél arreglaba las hoces,

el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Les

aseguro que era un hermoso espectáculo de sorprendente

variedad.

 

 

En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se

veían numerosas mesas con el alimento necesario para


 


 
   
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