SUEÑO 43.—AÑO DE 1863.
(M. B. Tomo Vil, págs. 356-360)
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No habiendo podido dar [San] Juan Don Bosco el
aguinaldo el ultimo día del año a todos ¡os alumnos, por no
encontrarse en casa, al regresar de Borgo Cornalese, el día
cuatro de enero, que era domingo, les prometió que se lo
daría en la noche de la fiesta de la Epifanía.
Era, pues, el 6 de enero de 1863 y todos los jóvenes,
artesanos y estudiantes, reunidos en el mismo lugar,
esperaban con ansiedad el suspirado aguinaldo.
Rezadas las oraciones, el buen padre subió a su
tribuna y comenzó a decir así:
«Esta es la noche del aguinaldo. Todos los años cuando
se aproximan las fiestas de Navidad suelo dirigir al Señor
oraciones especiales, para que me inspire algún aguinaldo,
que pueda servir para vuestro bien espiritual.
Pero este año he redoblado mis súplicas, puesto que el
número de los jóvenes que me escuchan es mucho mayor.
Pasó, sin embargo, el último día del año, llegó el jueves, el
viernes y... nada de nuevo. En la noche del viernes fui a
acostarme, cansado de las fatigas del día, pero no pude
pegar un ojo en toda ella, de forma que por la mañana me
encontraba medio muerto de cansancio. No perdí la
serenidad por eso, antes bien, me alegré, pues sabía que
cuando el Señor me va a manifestar algo, suelo pasar muy
mal la noche precedente.
Continué mis ocupaciones en Borgo Cornalese y en la
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noche del sábado llegué entre vosotros. Después de
confesar me fui a dormir, y debido al cansancio motivado
por las pláticas y por las confesiones de Borgo y por lo
poquísimo que había descansado las noches precedentes,
me quedé dormido. Y aquí comienza el sueño que me ha de
servir para daros el aguinaldo.
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Mis queridos jóvenes: Soñé que era día festivo, la hora
del recreo después del almuerzo y que se divertían de mil
maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el
caballero Vallauri, profesor de bellas letras. Habíamos
hablado de algunos temas literarios y de otras cosas
relacionadas con la religión; de pronto oigo a la puerta el
tac-tac de alguien que llama.
Corro a abrir; era mi madre, muerta hacía seis años,
que me dice asustada:
—Ven a ver, ven a ver.
—¿Qué hay?, —le pregunté—.
Sin más me condujo al balcón y he aquí que veo en el
patio en medio de los jóvenes un elefante de colosal
tamaño.
—Pero ¿cómo puede ser eso?, —exclamé—. ¡Vamos,
vamos!
Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y éste a
mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de
aquella bestia descomunal en medio de los muchachos. Sin
pérdida de tiempo bajamos los tres al patio.
Muchos de Vosotros, como es natural, se habían
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acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil; se
divertía correteando con los jóvenes; los acariciaba con la
trompa; era tan inteligente, que obedecía los mandatos de
sus pequeños amigos como si hubiera sido amaestrado y
domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de
forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda
confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estaban
alrededor de aquella bestia. Pronto vi que la mayor parte
huían asustados de una parte a otra buscando un lugar de
refugio, y que al fin entraban en la iglesia.
Yo también intenté penetrar en ella por la puerta que
comunica con el patio, pero al pasar junto a la estatua de
la Virgen, colocada cerca de la bomba, toqué la extremidad
del manto de Nuestra Señora como para invocar su
patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho.
Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra parte
y la Virgen levantó el brazo izquierdo.
Yo estaba sorprendido sin saber explicarme un hecho
tan extraño.
Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y
Vosotros se dirigieron todos a la iglesia. También yo entré
en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo cerca de
la puerta.
Se cantaron las Vísperas y después de la plática me
dirigí al altar acompañado de Don Alasonatti y de Don
Savio para dar la bendición con el Santísimo Sacramento.
Pero en el momento solemne en el que todos estaban
profundamente inclinados para adorar al Santo de los
Santos, vi, siempre al fondo de la iglesia en el centro del
pasillo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante
arrodillado e inclinado, pero en sentido inverso, esto es, con
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la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta
principal.
Terminada la función, quise salir inmediatamente al
patio para ver lo que sucedía; pero como tuve que atender
en la sacristía a alguien que me quería comunicar una
noticia, hube de detenerme un poco.
Mas he aquí que poco después me encuentro bajo los
pórticos mientras ustedes reanudaban en el patio sus
juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al
segundo patio, alrededor del cual están los edificios en
obra. Tengan presente esta circunstancia, pues en aquel
patio tuvo lugar la escena desagradable que voy a
contarles seguidamente.
De pronto vi aparecer allá al final del patio un
estandarte en el que se veía escrito, con caracteres
cubitales: Sancta María, succurre míseris. Los jóvenes
formaban detrás procesionalmente. Cuando de repente y
sin que nadie lo esperara, vi al elefante que al principio
parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dando
furiosos mugidos y cogiendo con la trompa a los que
estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los
arrojaba al suelo, pisoteándolos y haciendo un estrago
horrible. Mas a pesar de ello, los que habían sido
maltratados de esa manera no morían, sino que quedaban
en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les
produjeran las acometidas de la bestia.
La dispersión entonces fue general: unos gritaban;
otros lloraban; otros, al verse heridos pedían auxilio a los
compañeros, mientras, cosa verdaderamente incalificable,
algunos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño
alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían
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un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas
víctimas.
Mientras sucedían estas cosas (yo me encontraba en
el segundo arco del pórtico junto a la bomba), aquella
estatuita que ven allá ([San] Juan Don Bosco indicaba la
estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de
tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatura,
levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían
bordadas, con exquisito arte, numerosas inscripciones. El
manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos
los que acudían a guarnecerse debajo de él: allí todos se
encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio
fueron los jóvenes más buenos, que formaban un grupo
escogido, pero al ver la Santísima Virgen que muchos no se
apresuraban a acudir a Ella, les gritaba en alta voz:
—Venite ad me omnes!
Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía
afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada
vez más y más.
Algunos, en cambio, en vez de acogerse a él, corrían
de una parte otra, resultando heridos antes de ponerse en
seguro. La Santísima Virgen, angustiada, con el rostro
encendido, continuaba gritando, pero cada vez eran más
raros los que acudían a Ella.
El elefante proseguía causando estragos, y algunos
jóvenes, manejando una y dos espadas, situándose en una y
otra parte, dificultaban a los compañeros que se
encontraban en el patio, amenazándolos o impidiéndoles
que acudiesen a María. A los de las espadas el elefante no
les molestaba lo más mínimo.
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Algunos de los muchachos que se habían refugiado
cerca de la Virgen animados por Ella comenzaron a hacer
frecuentes correrías; y en sus salidas conseguían arrebatar
al elefante alguna presa, y trasportaban al herido bajo el
manto de la estatua misteriosa, quedando los tales
inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María
volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos,
armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas,
manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no
cesaron en su empeño aun a costa de la propia vida,
consiguiendo poner a salvo a casi todos.
El patio aparecía ya desierto. Algunos muchachos
estaban tendidos en el suelo, casi muertos. Hacia una
parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes
bajo el manto de la Virgen. En otra, a cierta distancia,
estaba el elefante con diez o doce muchachos que le
habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún
insolentemente en tono amenazador sus espadas. Cuando
he aquí que el animal, irguiéndose sobre las patas
posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos
cuernos; y tomando un amplio manto negro o una red,
envolvió en ella a aquellos miserables que le habían
ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido.
Seguidamente los envolvió a todos en una espesa
humareda y abriéndose la tierra bajo sus pies
desaparecieron con el monstruo.
Al finalizar esta horrible escena miré a mi alrededor
para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no
los vi.
Me volví entonces a María, deseoso de leer las
inscripciones bordadas en su manto, y vi que algunas
estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras, y
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otras un poco modificadas. Leí estas entre otras muchas:
Qui elucidant me, vitam aetemam habebunt: qui me
invenerit, inveniet vitam; si quis est parvulus veniat ad me;
refugium peccatorum; salus credentium; plena omnis
pietatis, mansetúdinis et misericordiae. Beati qui custodiunt
vias meas.
Tras la desaparición del elefante todo quedó tranquilo.
La Virgen parecía como cansada por su mucho gritar.
Después de un breve silencio dirigió a los jóvenes la
palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de
esperanza; repitiendo la misma sentencia que ven bajo
aquel nicho, mandadas escribir por mí: Qui elucidant me,
vitam aetemam habebunt. Después dijo:
—Vosotros que habéis escuchado mi voz y han
escapado de los estragos del demonio, han visto y podido
observar a sus compañeros pervertidos. ¿Quieren saber
cuál fue la causa de su perdición? Sunt colloquia prava: las
malas conversaciones contra la pureza, las malas acciones
a que se entregaron después de las conversaciones
inconvenientes. Vieron también a sus compañeros armados
de espadas: son los que procuran su ruina alejándolos de
Mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de
sus condiscípulos. Pero quos diutius expectat durius
damnat. Aquellos a los cuales espera Dios durante más
largo tiempo, son después más severamente castigados; y
aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus
redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora
ustedes, márchense tranquilos, pero no olviden mis
palabras: Huyan de los compañeros que son amigos de
Satanás; eviten las conversaciones malas, especialmente
contra la pureza; pongan en Mí una ilimitada confianza, y
mi manto les servirá siempre de refugio seguro.
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Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y
nada quedó en el lugar que antes ocupara, a excepción de
nuestra querida estatuita.
Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre;
otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta
María, succurre míseris. Todos los jóvenes se colocaron en
orden detrás de él y así procesionalmente dispuestos,
entonaron la loa: Alaba a María ¡oh, lengua fiel!
Pero pronto el canto comenzó a decaer; después
desapareció todo aquel espectáculo y yo me desperté
completamente bañado en sudor. Esto es cuanto soñé.
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«¡Oh hijos míos! Deduzcan ustedes mismos el
aguinaldo: los que estaban bajo el manto, los que fueron
arrojados por los aires, los que manejaban la espada se
darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias.
Yo solamente les repetiré las palabras de la Santísima
Virgen: Venite ad me, omnes. recurrid todos a Ella; en toda
suerte de peligros invoquen a María, y les aseguro que
serán escuchados. Por lo demás, los que fueron tan
cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito
de huir de las malas conversaciones, de los malos
compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de
María, que cambien de vida o que abandonen esta casa.
Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que
venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo
repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que
se marchen. ¡Buenas noches!»
Estas palabras fueron pronunciadas por [San] Juan Don
Bosco con tal unción y con tal emoción, que los jóvenes,
pensando en el sueño, no le dejaron en paz durante más de
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una semana. Por las mañanas las confesiones fueron
numerosísimas y después del desayuno un buen número se
entrevistó con el siervo de Dios, para preguntarle qué lugar
ocupaba en el sueño misterioso.
Que no se trataba de un sueño, sino más bien de una
visión, lo había afirmado indirectamente [San] Juan Don
Bosco mismo, al decir: «Cuando el Señor quiere
manifestarme algo, paso..., etc.... Suelo elevar a Dios
especiales plegarias, para que me ilumine...»
Y después, al prohibir que se bromease sobre el tema
de esta narración.
Pero aún hay más.
En esta ocasión el mismo siervo de Dios escribió en un
papel los nombres de los alumnos que en el sueño había
visto heridos, de los que manejaban la espada y de los que
esgrimían dos; y enseñó la lista a Don Celestino Durando,
encargándole de vigilarlos. Don Durando nos proporcionó
dicha lista, que tenemos ante la vista, los heridos son 13, a
saber: los que probablemente no se refugiaron bajo el
manto de la Virgen; los que manejaban una espada eran
17; los que esgrimían dos, se reducían a tres. Una nota al
lado de un nombre indica un cambio de conducta. Hemos
de observar también que el sueño, como veremos más
adelante, no se refería solamente al tiempo presente, sino
también al futuro.
Sobre la realidad del sueño, los mismos jóvenes fueron
los mejores testigos. Uno de ellos decía: «No creía que
[San] Juan Don Bosco me conociese tan bien; me ha
manifestado el estado de mi alma, y las tentaciones a que
estoy sometido, con tal precisión, que nada podría añadir».
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A otros dos jóvenes, a los cuales [San] Juan Don Bosco
aseguraba haberlos visto con la espada, se les oyó
exclamar: «¡Ah, sí, es cierto; hace tiempo que nos hemos
dado cuenta de ello; lo sabíamos!» Y cambiaron de
conducta.
Un día, después del desayuno, hablaba de su sueño y
tras haber manifestado que algunos jóvenes se habían
marchado y otros tendrían que hacerlo, para alejar las
espadas de la casa, comenzó a comentar la astucia de los
tales, como él la llamaba; y a propósito de ello refirió el
siguiente hecho:
Un joven escribió hace poco tiempo a su casa
endosando a las personas más dignas del Oratorio, como
superiores y sacerdotes, graves calumnias e insultos.
Temiendo que [San] Juan Don Bosco pudiese leer aquella
carta, estudió y encontró la manera de que llegase a manos
de sus parientes sin que nadie lo pudiese impedir. Después
del desayuno lo llamé; se presentó en mi habitación y tras
de hacerle recapacitar sobre su falta, le pregunté el motivo
que le había inducido a escribir tantas mentiras. El negó
descaradamente el hecho; yo le dejé hablar, después,
comenzando por la primera palabra, le repetí toda la carta.
Confundido y asustado, se arrojó llorando a mis pies,
diciendo:
—Entonces ¿mi carta no ha salido?
—Sí, —le respondí—; a esta hora está en tu casa;
debes pensar en la reparación.
Algunos preguntaron al [Santo] cómo lo había sabido;
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pero [San] Juan Don Bosco respondió sonriendo con una
evasiva.
He aquí lo que nos dicen las Memorias Biográficas
sobre uno de los personajes que intervienen en este sueño:
el caballero Vallauri:
Otro personaje celoso, defensor de los propios méritos,
incapaz de admitir opiniones contrarias a las suyas, era el
célebre Tomás Vallauri, doctor en Bellas letras. Pariente del
difunto médico Vallauri, había conocido en el domicilio de
este a [San] Juan Don Bosco.
El profesor había hecho públicas algunas ideas
propias, algún juicio, sobre los autores latino-cristianos,
injuriándoles al asegurar que, siendo la finalidad de los
mismos la enseñanza y defensa de la religión, habían
descuidado e incluso adulterado la lengua. Este artículo
cayó en manos de [San] Juan Don Bosco, el cual estudió la
manera de rectificar el criterio de su autor. La ocasión no se
hizo esperar, habiendo venido el profesor Vallauri a
visitarle, el [Santo] comenzó a hablarle en estos términos:
—Me satisface grandemente el haber llegado a
conocer un escritor, cuyo nombre es famoso ya en toda
Europa y que honra tanto a la Iglesia con sus obras.
Vallauri, observando la mirada bonachona de [San]
Juan Don Bosco, le interrumpió diciéndole:
—¿Quiere acaso darme un zurriagazo?
—Mire, señor profesor -—continuó [San] Juan Don
Bosco-—, basándome en su criterio, quiero manifestarle
simplemente mi pensamiento: Vos sostenéis que ¡os autores
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latino-cristianos no escribieron con elegancia sus obras;
mientras que a San Jerónimo se le compara por su modo de
escribir con Tito Livio, a Lactancio con Cicerón y a otros con
Salustio y con Tácito. [San] Juan Don Bosco no añadió más:
Vallauri reflexionó un poco y después añadió:
—[San] Juan Don Bosco, tiene razón; dígame qué es lo
que debo corregir; obedeceré ciegamente. Es la primera
vez que someto mi juicio al de otro.
Y desde aquel día solía repetir al hablar de [San] Juan
Don Bosco:
—¡Estos son los sacerdotes que me agradan! ¡Gente
sincera!
EL BOLSO DE LA VIRGEN
SUEÑO 44.—AÑO DE 1863.
(M. B. Tomo Vil, págs. 472-473)
En la mente y en el corazón de [San] Juan Don Bosco
ocupaba siempre un lugar de preferencia la figura
amabilísima de la Santísima Virgen.
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Una noche de los primeros días de julio, el [Santo]
decía a sus oyentes que había tenido un sueño en el que
había visto a una persona (y parece que fuese la Virgen)
que pasaba entre los jóvenes a los que presentaba un bolso
ricamente bordado, para que cada uno sacase a suerte un
billetito de los muchos que había en el interior del mismo.
[San] Juan Don Bosco se puso al lado de la aparición.
A medida que los jóvenes iban sacando los papelitos, el
[Santo] iba anotando la frase o palabras en cada uno de
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ellos escrita. Terminó su breve relato añadiendo que todos
sacaron su billete, a excepción de un joven que permaneció
apartado de los demás, y como [San] Juan Don Bosco
hubiese querido ver lo que había escrito en el papelito
correspondiente al tal que había quedado en el fondo del
bolso, leyó esta palabra: Muerte.
**************************************************************
Después del relato invitó a cada uno de los muchachos
a que se presentasen a él para comunicarles lo que había
escrito en sus respectivos billetes. Los alumnos eran en casa
unos 700 y a cada uno les fue diciendo una palabra ó una
frase profética o de consejo, variadísima y adaptada a las
propias necesidades espirituales. Y lo más sorprendente es,
que después de muchos años se recordaba de cuanto había
dicho a cada uno de los jóvenes.
Don Sebastián Mussetti, de la Colegiata de
Carmagnola, a la sazón jovencito del Oratorio, supo de
labios de [San] Juan Don Bosco que en su billete se hallaba
escrita esta palabra: Constancia.
Habiéndose encontrado con el [Santo] después de
muchos años, oyó que Don Bosco le decía en tono solemne:
~¡Qh! Recuérdate: ¡Constancia!
Pero aún hay más, asegura el Canónigo. Un grupo de
jóvenes se puso en guardia llevando nota de cuantos se
presentaban a [San] Juan Don Bosco para preguntarle
sobre el contenido del propio billetito, y no hubo nada más
que uno que no lo hiciera. Este tal fue un joven de Ivrea que
terminaba aquel año los estudios de bachillerato.