UN PASEO AL PARAÍSO
SUEÑO 29.—AÑO DE 1861.
(M. B. Tomo VI, págs. 864-878)
Vamos a proceder a la narración de otro hermoso
sueño — escribe Don Lemoyne— que tuvo [San] Juan Don
Bosco durante las fechas del 3, 4 y 5 de abril del año 1861.
«Varias circunstancias que en él se admiran —comenta
Don Bonetti— convencerán plenamente al lector de que se
trata de uno de esos sueños que el Señor se complace en
infundir de vez en cuando a sus fieles siervos.
Tanto Don Bonetti como Don Ruffino lo describen
minuciosamente tal y como nosotros lo exponemos
seguidamente:
En la noche del 7 de abril de 1861, después de las
oraciones [San] Juan Don Bosco subió a la tribuna desde
donde solía hablar, para decir una buena palabra a los
jovencitos y comenzó así:
—Tengo algo muy curioso que contarles. Se trata de un
sueño. Un sueño no es una cosa real. Se los digo para que
no le den mayor importancia de la que merece. Antes de
comenzar
mi narración debo hacerles algunas
observaciones. Yo se los cuento todo, de la misma manera
que me agrada me digan todas sus cosas. Sepan que no
tengo secretos para Vosotros, pero lo que se dice aquí debe
quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se
haga reo de pecado quien lo cuente a personas extrañas,
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pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del
Oratorio. Coméntenlo entre Vosotros, rían, bromeen sobre
cuanto les voy a decir, cuanto les plazca, pero sólo con
aquellas personas que sean de su confianza y que crean
pueden sacar de ello algún provecho, si las consideran
convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres
noches consecutivas; por eso, hoy les contaré una parte y
las otras dos en las noches siguientes. Lo que más
admiración me produjo fue que reanudé el sueño la
segunda y tercera noche en el punto preciso en que había
quedado la noche precedente al despertarme.
PRIMERA PARTE
Los sueños se tienen durmiendo, por tanto, yo dormía
al comenzar soñar.
Algunos días antes había estado fuera de Turín,
pasando muy cerca de las colinas de Moncalieri. El
espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a
cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por
tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la
idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a
impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de
dar un paseo.
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Lo cierto es que, en sueños, contemplé una amplia y
dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y
extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de
pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
—¿Vamos a dar un buen paseo?
Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos
instantes y después, no sé por qué causa extraña alguno
comenzó a decir:
—¿Vamos al Paraíso?
—Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso —replicaron
los demás—.
—¡Bien, bien! ¡Vamos!,—exclamaron todos a una—.
Partiendo de la llanura, después de caminar un poco
nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir
por un sendero ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la
extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada
ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas
plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y
robustas, con todo, estas últimas no eran más gruesas que
un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides
de variadísimos aspectos, etcétera, etcétera. Lo más
singular era que en cada una de las plantas se veían flores
que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y
dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y
otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas
había cuanto de hermoso producen la primavera, el verano
y el otoño. La abundancia de frutos era tal, que parecía que
las ramas no podrían resistir el peso.
Los jóvenes se acercaban a mí llenos de curiosidad y
me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no
sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que
para satisfacerles un poco les di la siguiente respuesta:
Quedamos,
pues,
completamente
extáticos
contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave
brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma, se
percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes
que penetraba por todos nuestros sentidos haciéndonos
comprender que estábamos gustando las delicias de todas
aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de
allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de
uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo
todos juntos la colina.
Cuando llegamos a la cumbre creímos estar en el
Paraíso; en cambio, estábamos bien distante de él... Desde
aquella elevación, y del lado allá de una gran llanura o
explanada que estaba en el centro de una extensa
altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su
cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando
trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud
de gentes y en lo más elevado estaba Quien invitaba a los
que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión.
Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más
bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por
haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que,
finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran
júbilo, con extraordinario regocijo.
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Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá
y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos
después en dirección a la montaña para intentar la subida.
Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando
numerosos jóvenes, emprendiendo una veloz carrera, para
llegar antes, se adelantaron en mucho a la multitud de sus
compañeros.
Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña,
vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una
extensión como desde el Oratorio a Plaza Castillo.
Alrededor de este lago, en sus orilla, había manos, pies y
brazos cortados; piernas,
cráneos y
miembros
descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en
aquel paraje se hubiese reñido una cruenta batalla.
Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que
habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados.
Yo, que me encontraba aún muy lejos y que de nada me
había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor y que
se habían detenido con una gran melancolía reflejada en
sus rostros, les grité:
—¡Por qué esa tristeza? ¿Qué les sucede? ¡Sigan
adelante!
—¿Sí? ¿Qué sigamos adelante? Venga, venga a ver —
me respondieron—.
Apresuré el paso y pude contemplar aquel
espectáculo.
Todos los demás jóvenes que acababan de llegar y
que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y
llenos de melancolía.
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Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago
misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir
adelante. De frente, en la orilla opuesta, se veía escrito en
grandes caracteres: "PER SANGUINEM".
Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
—¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto?
Entonces pregunté a uno, que ahora no recuerdo quién
era, el cual me dijo:
—Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que
alcanzaron ya la cumbre de la montaña y que ahora están
en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está
la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los
cuerpos de aquellos que dieron testimonio de la fe! Nadie
puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado
con esta sangre. Esta sangre defensora de la Santa
Montaña representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que
intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas
manos y todos estos pies truncados, estas calaveras
deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis
diseminados por las orillas, son los restos miserables de los
enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos
fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago!
Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a
numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados
del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el
poder temporal del Pontificado.
Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en
dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco
—¿Ven allá, aquel valle? Pues allá irá a parar la
sangre de aquellos que siguiendo este camino escalarán la
montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la
fe en los tiempos venideros.
Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían
disimular el terror que los invadía al ver y escuchar
aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires,
nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que
nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como
los que habíamos visto.
Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en
marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra
izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a
la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde
terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de
encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos
introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso
a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se
ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme,
lleno de agua y en ella una gran cantidad de miembros
partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en
caracteres cubitales: "PER AQUAM".
—¿Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de
esto?
—En este lago está —nos dijo UNO— el agua que brotó
del costado de Jesucristo; la cual fue poca en cantidad,
pero aumentó en forma considerable y sigue aumentado y
aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo,
con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron
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ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y
purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En
ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir
al Paraíso» Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia
o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin
haberse bañado en este agua.
Seguidamente, señalando los restos humanos,
prosiguió:
—Esos miembros pertenecen a aquellos que atacaron
a la Iglesia en el tiempo presente.
Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos
de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una
celeridad extraordinaria; con tal rapidez, que apenas si
tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin
mojarse, llegaban a la otra orilla.
Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento
cuando nos fue dicho:
—Estos son los justos, porque el alma de los santos,
cuando está separada del cuerpo y el mismo cuerpo cuando
está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente
sobre el agua, sino también volar por el mismo aire.
Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las
aguas del lago, como aquellos a los cuales habían visto.
Después me miraron como para interrogarme con la
mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les
dije:
—Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse
tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin
Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de
la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago,
amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían
trozos de miembros humanos despedazados.
En la orilla opuesta se leía un cartel: "PER IGNEM".
—Aquí —nos dijo AQUEL tal— está el fuego de la
caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del
deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la
sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron
atormentados y consumidos por los tiranos, los cuerpos de
tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por
aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas
servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia.
Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del
Señor en el campo de sus derrotas.
Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado
allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo
anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba
lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones,
panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos
monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a
devorar a quien se acercara. Vimos mucha gente
caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron
a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas
de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise
—¡No! ¡Por caridad! ¡Deténganse! ¡No prosigan! ¿No
ven cómo esos animales están dispuestos a destrozarlos y a
devorarlos después?
Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando
sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales,
como sobre la más segura de las sendas.
El intérprete de siempre me dijo entonces:
—Estos animales son los demonios, los peligros y los
lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las
cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes.
¿No recuerdas que está escrito: Super aspidem et
basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et
draconem? A estas almas se refería el profeta San David. Y
en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi
supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem
inimici: et nihil vobis nocebit.
Entonces nos preguntamos:
—¿Cómo haremos para pasar al lado de allá?
¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas
horribles cabezas?
—¡ Sí, sí, vamos!, —me dijo uno.
—¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo —
respondí—, sería una presunción el suponerse tan justo
como para poder pasar ilesos sobre las cabezas de esos
monstruos feroces. Vayan Vosotros si querréis; yo no voy.
Nos alejamos del lago de las bestias y a poco
contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por
una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a
algunos les faltaba la nariz, a otros las orejas, algunos
tenían la cabeza cortada; quiénes estaban sin brazos; éstos
sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían
lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes
estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente
tan mal parada, cuando UNO dijo:
—Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse
mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua,
haciendo además muchas obras buenas. Gran número de
ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven
privados, por las grandes obras de penitencia a que se
entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras de
amor a Dios o al prójimo.
Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al
Señor de una manera particular.
Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran
muchedumbre de personas, parte de las cuales habían
atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en
contacto con otros que, habiendo llegado antes a la
cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a
que
subieran.
Después,
estos
últimos
aplaudían,
exclamando:
—¡Bien! ¡Bravos!
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Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me
desperté y me di cuenta de que estaba en la cama.
Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé
la primera noche.