PREDICCIÓN DE UNA MUERTE
SUEÑO 36.—AÑO DE 1862.
(M. B. Tomo Vil, págs. 123-125)
Escribe Don Bonetti:
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«El 21 de marzo por la noche, [San] Juan Don Bosco
subió a su pequeña tribuna para dar las buenas noches a
los jóvenes. Después de hacer una breve pausa, como para
tomar aliento, comenzó:
***************************************************************
Tengo que contarles un sueño. Figúrense la hora del
recreo en el Oratorio en la que se oyen animadísimos gritos
de júbilo por todas partes. Me parecía estar apoyado en la
ventana de mi habitación observando a mis jóvenes, que
iban y venían por el patio y se divertían alegremente
jugando, corriendo y saltando.
Cuando de pronto oí un gran estrépito a la entrada de
la portería y dirigiendo allá la mirada vi entrar en el patio a
un personaje, de elevada estatura, de frente espaciosa, con
los ojos extrañamente hundidos, larga barba y unos
cabellos también blancos y ralos que desde la cabeza calva
le caían sobre los hombros. Apareció envuelto además en
un lienzo fúnebre que apretaba contra el cuerpo con la
mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba una
antorcha de una llama de un color azul oscuro. Este
personaje caminaba lentamente, con gravedad. A veces se
detenía y con la cabeza y el cuerpo inclinado miraba a su
alrededor como si buscase algo que se le hubiese perdido.
En esta actitud recorrió el patio dando algunas vueltas
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y pasando por entre los jóvenes que continuaban su recreo.
Yo me encontraba estupefacto, pues no sabía quién fuese,
por lo que no le quitaba la vista de encima.
Al llegar al sitio por donde ahora se entra en el taller
de carpintería, se detuvo delante de un joven que estaba
para lanzarse contra otro del bando contrario de la partida
de marro y extendiendo su largo brazo acercó la tea a la
cara del muchacho.
—Este es— dijo, e inclinó y levantó dos o tres veces la
cabeza.
Sin más, lo detuvo en aquel ángulo y le presentó un
papelito que sacó de entre los pliegues del manto.
El joven tomó el billetito, lo desdobló y comenzó a leer
mientras cambiaba de color, quedándose completamente
pálido y preguntando seguidamente:
—¿Cuándo? ¿Pronto o tarde?
Y el viejo, con voz sepulcral, le replicó:
—Ven. Ya ha sonado la hora para ti.
—¿Puedo al menos continuar el juego?
—Aun durante el juego puedes ser sorprendido.
Con esto aludía a una muerte repentina.
Tal joven temblaba, quería hablar, excusarse, pero no
podía.
Entonces el espectro, dejando caer una punta de su
—¿Ves allí? —dijo al joven—. Aquel ataúd es para ti.
Pronto, ven.
Se veía la caja mortuoria colocada en el centro del
portal que da entrada a la huerta.
—No estoy preparado; soy aún demasiado joven—
gritaba el muchacho.
Pero el otro, sin proferir una palabra más, salió de
prisa del Oratorio, de forma más precipitada de la que
había entrado.
Cuando se ausentó el espectro y mientras pensaba yo
quién pudiera ser, me desperté».
**************************************************************
«De lo que les acabo de decir pueden deducir que uno
de vosotros debe prepararse, porque el Señor le llamará
muy pronto a la eternidad.
Yo, que contemplé aquella escena, sé quién es, pues lo
vi cuando el espectro le presentó el papelito; está aquí
presente, escuchándome, pero no diré su nombre a nadie
hasta que haya muerto.
Con todo, haré cuanto esté de mi parte para
prepararlo a bien morir. Ahora que cada uno reflexione,
pues a lo mejor mientras se va repitiendo: tal vez sea
fulano, le podría tocara quien esto dice.
Yo les he dicho ya las cosas tales y como son, pues de
no haberlo hecho, el Señor podría pedirme cuenta el día de
mañana diciéndome:
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—¡Perro! ¿Por qué no ladraste a su tiempo? Que cada
uno piense en ponerse bien con Dios especialmente en
estos tres días que restan para la Novena de la Anunciata.
Hagamos con este fin oraciones especiales y que cada
uno, en éste tiempo, rece al menos una Salve a María
Santísima, por el que tiene que morir. Así al partir de esta
vida se encontrará con algunos centenares de Salves que le
serán de gran provecho».
Al bajar de su tribuna, algunos jóvenes le preguntaron
privadamente más detalles sobre el sueño que acababa de
referir, rogándole que, ya que no quería decir el nombre
del que había de morir, al menos indicase si la muerte
anunciada sería pronto o tarde. El siervo de Dios contestó
que tal vez no pasarían dos solemnidades que comenzasen
con P sin que aquel vaticinio se cumpliese.
—Podría suceder —dijo— que no pasasen ni siquiera
una y que el tal muriese dentro de dos o tres semanas.
Este relato hizo estremecer a todos, pues cada uno
temía ser el jovencito indicado en el sueño.
Como en otras ocasiones, la narración de [San] Juan
Don Bosco causó un gran bien y como cada uno pensaba en
sus asuntos, desde el día siguiente las confesiones
comenzaron a ser más numerosas que de costumbre;
muchos jóvenes durante varios días asediaron a [San] Juan
Don Bosco preguntándole por cuenta propia, si eran ellos
los que debían morir en breve.
Insistentes fueron ¡as preguntas, pero el buen padre
cambiaba de conversación y nada decía sobre el particular.
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Dos ideas quedaron fijas en la mente de todos, a saber: que
la muerte sería repentina; que la predicción se verificaría
antes de que se celebraran dos solemnidades que
comenzaran por P, esto es: Pascua y Pentecostés. La
primera caía aquel año el 20 de abril.
La expectación en el Oratorio era enorme cuando el 16
de abril —continúa la Crónica de Don Bonetti— moría en su
casa el joven Luis Fornasio.
Hay algunas cosas que notar a este respecto.
Cuando [San] Juan Don Bosco dijo que uno había de
morir, este joven que en un principio no era de mala
conducta, comenzó a vivir como un verdadero modelo.
En los primeros días le pidió a [San] Juan Don Bosco le
permitiera hacer su confesión general. El siervo de Dios no
quería acceder porque la había hecho ya una vez, pero
como el muchacho insistió, el buen padre determinó
complacerlo.
La hizo dos o tres veces. El mismo día que pidió este
favor o en la misma fecha en que comenzó su confesión,
empezó a sentirse mal.
Permaneció unos días en el Oratorio algo molesto.
Habiendo venido dos de sus hermanos a visitarlo y
enterados de su malestar, pidieron a [San] Juan Don Bosco
que dejara a Luis ir a casa durante algún tiempo.
[San] Juan Don Bosco concedió el permiso.
Aquel mismo día o el día anterior, Fornasio había
terminado de hacer su confesión general, recibiendo ¡a
Sagrada Comunión.
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Fue a su casa, estuvo unos días levantado, pero
después guardó cama.
La gravedad del mal se acentuó atacándole a la
cabeza, privándole de la razón y del uso de la palabra, de
forma que ya no pudo ni confesar ni comulgar más.
[San] Juan Don Bosco fue a Borgaro a visitarlo;
Fornasio lo reconoció, quería hablarle pero no podía,
siendo tal el sentimiento que se apoderó de él que comenzó
a llorar y con él toda la familia. Al día siguiente moría.
Al saberse en el Oratorio la noticia de este
fallecimiento, varios clérigos preguntaron a [San] Juan Don
Bosco si Fornasio era el joven que había visto en el sueño
recibiendo el papelito de manos del espectro, y el siervo de
Dios dio a entender que no era él.
Con todo, muchos estaban convencidos de que la
profecía se había cumplido en la persona de Fornasio.
Aquella misma noche del 16 de abril, [San] Juan Don
Bosco dio a conocer a ¡os alumnos la triste noticia,
describiendo la muerte de Luis Fomasio haciendo observar,
al mismo tiempo, que aquel acontecimiento daba a todos
una gran lección.
—El que tiene tiempo que no aguarde a más adelante.
No nos dejemos engañar por el demonio con la esperanza
de ajustar las cosas de nuestra alma en punto de muerte.
Como le preguntaran públicamente si Fornasio era e¡
que debía morir, respondió que por entonces no quería
decir nada. Añadió, sin embargo, que era costumbre en el
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Oratorio que ¡os jóvenes muriesen de dos en dos y que uno
llamase al otro, que por eso todos debían estar en guardia
poniendo en práctica el aviso del Señor de estar
preparados: Estote parati quia qua hora non putatis Filius
hominis veniet.
Al bajar de la tribuna dijo claramente a algún
sacerdote y a un clérigo, que no era Farnasio quien en el
sueño había recibido el billetito de manos del espectro.
El 17 de abril, durante el recreo después del almuerzo,
[San] Juan Don Bosco se encontraba en el patio rodeado de
cierto número de jóvenes, los cuales le preguntaron con
interés:
—Díganos el nombre del que tiene que morir.
El siervo de Dios sonriendo hizo señal con la cabeza de
que no lo diría, pero los jóvenes insistieron.
—Si no nos lo quiere decir a nosotros, dígaselo al
menos a [Beato] Miguel Don Rúa.
[San] Juan Don Bosco seguía resistiéndose.
—Díganos al menos la inicial del nombre—
presionaban algunos.
—¿Quieren saberlo? —dijo al fin—. Pues se los diré: El
que recibió el papelito de manos del personaje tiene un
nombre que comienza con la misma letra que el nombre de
María.
Lo que [San] Juan Don Bosco acababa de decir no
tardó en saberse en toda la casa.
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Los jóvenes pretendían esclarecer el misterio, mas era
cosa difícil, pues había más de treinta alumnos cuyo
apellido comenzaba por M. No faltaron, sin embargo, los
espíritus desconfiados. Había en casa un enfermo gravé
llamado Luis Marchisio, de cuya curación se dudaba mucho;
y, en efecto, el 18 de abril fue llevado a casa de sus
familiares.
Algunos, sospechando que [San] Juan Don Bosco
aludiese a Marchisio, decían: —Si es Marchisio, también yo
sabría adivinar que uno tiene que morir y que su nombre
comienza por la misma letra que el nombre de María.
Don Bonetti, después de rellenar en la Crónica las
lagunas de los meses de marzo y abril, prosigue su
narración haciendo notar la realidad de la predicción
hecha por [San] Juan Don Bosco al contar el sueño del 21 de
marzo.
Había pasado ya un mes de tal vaticinio, mermando en
algunos la saludable impresión que las palabras del siervo
de Dios habían producido en sus ánimos. Muchos, en
cambio, continuaban preguntándose:
—¿Quién morirá? ¿Cuándo morirá? La primera P
correspondiente a la fiesta de Pascua ha pasado.
Y he aquí que el 25 de abril muere improvisadamente
de un ataque apoplético, el joven Victorio Maestro, de trece
años de edad, natural de Viora, Mondoví.
Hasta el día de la predicción había gozado este joven
—que era de extraordinaria virtud y encendida piedad
Eucarística—, de una perfecta salud; pero desde hacía un
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par de semanas padecía una fuerte afección a los ojos,
quedando por la noche privado por completo de la vista,
desde hacía dos o tres días padecía también un ligero dolor
de estómago.
El médico le ordenó que por la mañana no se
levantase con los demás, sino que descansase hasta más
tarde.
[San] Juan Don Bosco, una mañana, habiéndoselo
encontrado por la escalera le preguntó:
—¿Quieres ir al Paraíso?
—Sí, sí,—, replicó Maestro.
—Pues bien; prepárate— añadió el siervo de Dios.
El joven miró a [San] Juan Don Bosco un poco turbado,
pero creyendo que hablaba en broma, reaccionó
inmediatamente.
Por lo demás, el buen padre, que estaba sobre aviso,
iba preparando al joven con prudentes consejos
induciéndole a hacer su confesión general, después de la
cual Maestro quedó contentísimo.
El 24 de abril un jovencito, al ver a Maestro sentado en
un escaño de la enfermería, tuvo una singular idea y
acercándose a [San] Juan Don Bosco le preguntó:
—¿Es cierto que el que se quiere morir es Maestro?
—¡Y yo qué sé! —replicó el[Santo]—, pregúntaselo a él.
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El jovencito subió a la enfermería y lo preguntó a
Maestro.
Este comenzó a reír y fue a pedirle a [San] Juan Don
Bosco le dejase pasar unos días con la familia.
Con mucho gusto —replicó el buen padre—; pero antes
de marchar es necesario que el médico extienda un
certificado de tu enfermedad.
Esta respuesta sirvió de gran consuelo al joven que
razonaba de esta manera:
—Tiene que morir uno en el Oratorio; si me marcho a
mi casa es señal de que yo no soy; pasaré unas vacaciones
más largas y volveré curado.
El viernes 25, Maestro se levantó con los demás y
después de asistir a la Santa Misa, volvió a su habitación;
pero sintiéndose muy cansado se acostó, manifestando
antes a los compañeros su satisfacción por marchar a casa.
Entretanto a las nueve sonó la señal para la clase, y
los compañeros, después de despedirse de Maestro y
desearle unas felices vacaciones y un buen regreso,
marcharon a sus aulas mientras el enfermo quedó solo en el
dormitorio. A las diez vino a verle el enfermero para
comunicarle que el médico llegaría dentro de unos
instantes, que se levantara y fuera a la enfermería para
hablar con él y pedirle el certificado que le había dicho
[San] Juan Don Bosco.
Poco después se oyó la señal de la llegada del médico
y un joven de la habitación contigua a la del muchacho, que
también estaba indispuesto, se acercó a la puerta del
—Maestro, Maestro, es hora de ir a la visita del
médico
Lo llama una y otra vez y Maestro no responde. El
compañero creyó que se hubiera quedado dormido.
Entonces se acercó al lecho, lo toma por un brazo, lo
vuelve a llamar, lo sacude, pero todo inútil: estaba inmóvil.
Imposible explicar el espanto del compañero;
inmediatamente comenzó a gritar:
—¡Maestro ha muerto, Maestro ha muerto!
Corrió a comunicar la noticia a la enfermería y el
primero con quien tropezó fue con [Beato] Miguel Don Rúa,
el cual aun llegó a tiempo de darle la absolución al
moribundo mientras exhalaba el último suspiro, se le
comunicó después la desgracia a Don Alasonatti, y yo —
dice Don Bonetti—fui a llamar a [San] Juan Don Bosco.
La noticia de aquel fallecimiento se esparció como un
relámpago por clases y talleres. Muchos acudieron al
dormitorio y se arrodillaron ante el cadáver, rezando por el
alma del difunto. Algunos esperaban que estuviese aún
vivo, y se acercaron al lecho con tisanas y licores fuertes.
Pero todo fue inútil. Cuando llegó [San] Juan Don Bosco
apenas lo vio perdió toda esperanza: aquella vida se había
apagado.
El pesar era general, especialmente porque Maestro
se había ido de este mundo sin tener al lado ni un solo
compañero.
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[San] Juan Don Bosco, al contemplar la consternación
que se había apoderado de los jóvenes, los tranquilizó
sobre la salvación eterna de Maestro.
Había comulgado el miércoles, y desde la festividad
de los Santos hasta la fecha había observado una conducta
tal, que daba a entender que aquel jovencito estaba
preparado para morir.
Clérigos y jóvenes desfilaron ante el cadáver y al llorar
su muerte, reconocían que con ella se había cumplido el
sueño de [San] Juan Don Bosco.
El [Santo] habló por la noche a todos de tal forma, que
arrancó lágrimas de los ojos de su auditorio. Hizo resaltar
cómo Dios se había llevado a dos jóvenes del Oratorio en el
espacio de nueve o diez días, sin que ninguno de los dos
hubiese podido recibir los auxilios de la Religión».
—¡Cuan engañados están -—exclamaba— los que dicen
que ajustarán sus cuentas al fin de la vida! Pero, demos
gracias al Señor que se ha dignado llamar a la eternidad a
dos compañeros, los cuales, tenemos la seguridad de ello,
se encontraban preparadas para este paso. ¡Cuánto mayor
sería nuestro dolor si el Señor hubiese permitido que
partiesen de nuestro lado otros que observan en casa una
conducta poco satisfactoria!
Esta muerte fue una bendición del Señor. Durante la
mañana y la noche del sábado los jóvenes pedían en gran
número hacer su Confesión general. [San] Juan Don Bosco
los tranquilizaba dirigiéndoles algunas palabras.
Después dijo claramente:
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—A Maestro fue al que vi en el sueño recibiendo el
papelito de manos del espectro. Lo que me consuela
grandemente es que él, como varios me aseguraron, se
acercó a los Sacramentos en la misma mañana del viernes,
de forma que su muerte fue repentina, pero no imprevista.
En la mañana del domingo 27 de abril, fue conducido
al cementerio el cadáver del infortunado joven.
Cuando el siervo de Dios vio en el sueño al espectro
presentando el billetito a Maestro, pudo apreciar que la
escena se desarrollaba delante del portón que conducía al
huerto; desde allí el misterioso personaje indicó al joven el
ataúd colocado debajo de dicho portón, a pocos pasos de
distancia.
Cuando llegaron los empleados de pompas fúnebres,
pasando por la escalera central, transportaron el féretro
hacia el lugar en que [San] Juan Don Bosco había visto al
espectro y a su víctima; allí los funerarios pidieron unos
banquillos para colocar el ataúd, esperando al sacerdote y
a ¡os alumnos que habían de acompañar al cadáver al
cementerio.
Hemos de añadir que al llegar Don Cagliero y ver el
féretro en aquel lugar, siendo así que en circunstancias
análogas la costumbre había sido colocar el ataúd al final
de los pórticos junto a la puerta de la escalera próxima a la
iglesia, se mostró contrariado por aquella novedad, y tanto
más al saber que los de la funeraria habían hecho llevar allí
los banquillos que estaban colocados con anterioridad en el
lugar tradicional. Por tanto Don Cagliero insistió para que
la caja fuese llevada al sitio de costumbre, pero aquellos
hombres después de decir algunas palabras entre dientes,
En aquel instante [San] Juan Don Bosco salía de la
iglesia y mirando conmovido la escena:
—¡Miren!, —dijo a Don Francesia y a algunos otros que
estaban cerca de él— ¡qué coincidencia!... En el sueño vi la
caja en ese mismo lugar.
Sobre este hecho nos dejó también una relación Don
Segundo Merlone.
Según él, aunque ninguno de los alumnos había
llegado a saber que el compañero que había de morir era
Maestro, dos de la casa conocían el nombre del infortunado
y algo más.
A fines de febrero murió un joven que hacía algún
tiempo había salido del Oratorio. Dos clérigos veteranos,
ordenados in sacris, uno de los cuales era Don Juan
Cagliero, al enterarse de lo ocurrido, una mañana al subir
las escaleras y al encontrarse con [San] Juan Don Bosco que
bajaba al patio, le anunciaron esta pérdida para él siempre
doloroso. [San] Juan Don Bosco respondió:
—No será ese solo; antes que pasen dos meses,
deberán morir otros dos.
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Y añadió los nombres.
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Con frecuencia el siervo de Dios hacía semejantes
confidencias bajo secreto, a quien sabía dotados de
prudencia, para que, sin que los jóvenes indicados se
dieran cuenta, fueron por ellos amigablemente estimulados
a observar buena conducta, a frecuentar los Sacramentos; y
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para que al mismo tiempo los vigilasen teniéndolos
apartados de todo peligro.
Ambos clérigos asumieron de buena gana este
encargo de aquel custodio celestial, pero al mismo tiempo,
tomando un trozo de papel escribieron la profecía, la fecha
en que [San] Juan Don Bosco la había anunciado, los
nombres de los interesados y después firmaron.
Seguidamente fueron a la Prefectura y, sellando el escrito,
lo depositaron en ella para que fuese celosamente
guardado.
Mons. Cagliero, cuarenta y siete años después,
confirmó cuanto hemos dicho y recordaba la compasión que
sintió a raíz de la revelación de [San] Juan Don Bosco, al ver
a aquellos dos jovencitos correr alegremente de una parte
a otra del patio entregados a sus juegos, sin sospechar lo
más mínimo, sobre la muerte, aunque no desgraciada, que
les estaba reservada; y el cumplimiento de la profecía en el
tiempo señalado y la emoción que experimentó el mismo
Prefecto cuando se quitaron los sellos al papel escrito dos
meses antes.
LAS DOS COLUMNAS
SUEÑO 37.—AÑO DE 1862.
(M. B. Tomo Vil, págs. 169-171)