EL EMPARRADO
SUEÑO 14.—AÑO DE 1847.
(M. B. Tomo III, págs. 32-37)
, ■ ■
En 1864, una noche, después de las oraciones, Don
Bosco reunía en su habitación para darles una conferencia,
según era su costumbre, a los jóvenes que integraban la
Congregación, entre los cuales se hallaban Don Victorio
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Alasonatti, [Beato] Miguel Rúa, Don Juan Cagliero, Don
Celestino Durando, Don José Lazzero y Don Julio Barberis.
Después de haberles hablado del desapego de las cosas
del mundo y de la familia, para seguir el ejemplo de
Jesucristo, les contó un sueño que había tenido diecisiete
años atrás. He aquí sus palabras:
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«Les he contado ya muchas cosas en forma de sueño
de las que podíamos deducir lo mucho que la Santísima
Virgen nos ama y nos ayuda; mas, ya que estamos reunidos
aquí nosotros solos, para que cada uno de los presentes
tenga la seguridad de que es la Santísima Virgen la que
quiere nuestra Congregación y a fin de que nos animemos
cada vez más á trabajar para la mayor gloria de Dios, os
contaré, no ya un sueño, sino lo que la misma Madre de
Dios me hizo ver. Ella quiere que pongamos en su bondad
toda nuestra confianza. Yo os hablo como un padre a sus
queridos hijos, pero deseo que guardéis absoluta reserva
sobre cuanto os voy a decir y que nada comuniquéis de esto
a los jóvenes del Oratorio o a las personas de fuera, para
no dar motivos a malas interpretaciones por parte de los
malintencionados.
Un día del año 1847, después de haber meditado yo
mucho sobre la manera de hacer el bien, especialmente en
provecho de la juventud, se me apareció la Reina de los
Cielos y me condujo a un jardín delicioso. En él había un
rústico pero al mismo tiempo bellísimo y amplio pórtico
construido en forma de vestíbulo. Plantas trepadoras
adornaban y cubrían las pilastras, y sus grandes ramas,
exuberantes de hojas y de flores, superponiéndose las unas
a las otras, se entrelazaban al mismo tiempo, formando un
gracioso toldo. Este pórtico daba a un bello sendero, a lo
largo del cual se extendía un hermosísimo emparrado,
flanqueado y cubierto de maravillosos rosales en plena
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floración. También el suelo estaba cubierto de rosas. La
Santísima Virgen me dijo:
—Avanza bajo ese emparrado; ese es el camino que
debes recorrer.
Me descalcé para no ajar aquellas flores.
Me sentí satisfecho de haberme descalzado, pues
hubiera sentido tener que pisar unas rosas tan hermosas. Y
sin más, comencé a caminar; pero pronto me di cuenta de
que aquellas rosas ocultaban punzantes espinas; de forma
que mis pies comenzaron a sangrar. Por tanto, después de
haber dado algunos pasos, me vi obligado a detenerme y
seguidamente a volver atrás.
—Aquí es necesario llevar el calzado puesto, —dije a
mi guía.
—¡Cierto! —me respondió— Se necesita un buen
calzado.
Me calcé, pues, y volví a emprender el camino con
algunos compañeros, los cuales habían aparecido en aquel
momento, pidiéndome que les permitiera acompañarme.
Accedí y siguieron detrás de mí bajo el emparrado, que era
de una hermosura indecible; pero, conforme avanzaba, me
parecía más estrecho y más bajo. Muchas ramas
descendían de lo alto y subían como festones; otras
avanzaban erectas hacia el sendero. De los troncos de los
rosales salían algunas ramas acá y acullá horizontalmente;
otras formaban un tupido seto, invadiendo gran parte del
camino; otras crecían en distintas direcciones a poca altura
del suelo. Todas, sin embargo, estaban cuajadas de rosas;
yo no veía más que rosas a los lados, rosas encima de mí,
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rosas delante de mis pasos. Mientras tanto sentía agudos
dolores en los pies y hacía algunas contorsiones con el
cuerpo al tocar las rosas de una y otra parte, comprobando
que entre ellas se escondían espinas aún más agudas. Con
todo, proseguí adelante. Mis piernas se enredaban en las
ramas tendidas por el suelo produciéndome dolorosas
heridas; al intentar apartar una rama atravesada en el
camino o al agacharme para pasar por debajo de alguna
otra, sentía las punzadas de las espinas, no sólo en las
manos, sino en todos mis miembros. Las rosas que veía por
encima de mí, también ocultaban una gran cantidad de
espinas que se me clavaban en la cabeza. A pesar de ello,
animado por la Santísima Virgen proseguí mi camino. De
cuando en cuando experimentaba punzadas aún más
intensas y penetrantes que me producían un dolor
agudísimo.
Entretanto, todos aquellos, y eran muchísimos, que me
veían caminar bajo aquel emparrado, decían:
¡Oh! Vean cómo [San] Juan Bosco camina siempre
entre rosas; él sigue adelante sin dificultades; todo le sale
bien.
Pero los tales no veían las espinas que desgarraban
mis miembros. Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, por
mí invitados, comenzaron a seguirme con premura, atraídos
por la belleza de aquellas flores; pero cuando se dieron
cuenta de que era necesario caminar sobre punzantes
espinas y que éstas brotaban por todas partes, comenzaron
a decir a voz en grito:
¡Nos han engañado!
—El que quiera caminar sin dificultad alguna sobre las
volviéndome
las
espaldas,
se alejaba
de
mi.
Inmediatamente volví atrás para llamarlos, pero todo fue
inútil, pues ni siquiera me escuchaban. Entonces comencé a
llorar desconsoladamente y a querellarme diciendo:
—¿Es posible que tenga que recorrer yo solo este
camino tan difícil?
Pero pronto me sentí consolado. Vi avanzar hacia mí un
numeroso grupo de sacerdotes, de clérigos y de personas
seglares, los cuales me dijeron:
—Aquí nos tienes; somos todos tuyos y estamos
dispuestos a seguirte.
Poniéndome entonces al frente de ellos reemprendí el
camino. Solamente algunos se desanimaron, deteniéndose,
pero la mayoría llegó conmigo a la meta.
Después de haber recorrido el emparrado en toda su
longitud, me encontré en un nuevo y amenísimo jardín,
rodeado de todos mis seguidores. Todos estaban
macilentos, desgreñados, cubiertos de sangre. Entonces se
levantó una suave brisa y al conjuro de la misma todos
sanaron. Sopló nuevamente otro vientecillo y, como por
ensalmo, me encontré rodeado de un inmenso número de
jóvenes y de clérigos, de coadjutores y de sacerdotes, que
comenzaron a trabajar conmigo guiando a aquella
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juventud. A algunos no los conocía, otras fisonomías, en
cambio, me eran familiares.
Entretanto, habiendo llegado a un paraje elevado del
jardín, me encontré con un edificio colosal, sorprendente
por su magnificencia artística, y al cruzar el umbral penetré
en una espaciosa sala tan rica, que ningún palacio del
mundo podría contener otra igual. Estaba completamente
adornada con rosas fragantísimas y sin espinas, de las que
emanaba un suavísimo olor. Entonces, la Santísima Virgen,
que había sido mi guía, me preguntó:
—¿Sabes qué es lo que significa lo que estás viendo
ahora y lo que has observado antes?
—No —respondí—, os ruego que me lo expliquéis.
Entonces Ella dijo:
—Has de saber que el camino por ti recorrido entre
rosas y espinas significa el cuidado con que has de atender
a la juventud; debes caminar con el calzado de la
mortificación. Las espinas que estaban a flor de tierra
representan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías
humanas que apartan al educador de su verdadero fin, que
lo hieren o lo detienen en su misión, que le impiden avanzar
y cosechar coronas para la vida eterna. Las rosas son
símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y
el de todos tus seguidores. Las otras espinas son los
obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que tendréis que
soportar. Pero, no te desanimes. Con la caridad y con la
mortificación superaras todas las dificultades y llegaras a
las rosas sin espinas.
Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar,
volví en mí y me encontré en mi habitación».
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Notable es la circunstancia y muy digna de señalar, de
que San Juan Bosco no habla aquí de un simple sueño, sino
de una verdadera y auténtica visión. Al comenzar a
expresarse, el siervo de Dios dice categóricamente: «...A fin
de que nos animemos a trabajar cada vez más a la mayor
gloria de Dios, ¡es contaré, no ya un sueño, sino lo que la
misma Madre de Dios me hizo ver».
Terminando su relato con las siguientes palabras:
«Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar,
volví en mí y me encontré en mi habitación».
Tanto una como otra expresión ponen de manifiesto
que aquí se trata de una verdadera visión.
ENCUENTRO CON CARLOS ALBERTO
SUEÑO 15.—AÑO DE 1847.
(M. B. Tomo III, págs. 539-540)
La gratitud y el afecto que San Juan Bosco sentía hacia
el rey Carlos Alberto fue puesto de manifiesto repetidas
veces por el Santo, como lo atestiguan las Memorias
Biográficas.
Tras hacer referencia a la liberación de Roma por las
tropas francesas y a la entrega de las llaves de la Ciudad
Eterna al Papa Beato Pio IX por el general Oudinot, Don
Lemoyne continúa:
«Pero si [San] Juan Bosco recibió un gran consuelo al
conocer esta noticia, llegó a Turín otra que causó un
profundo dolor a él y a sus hijos. Gravemente enfermo de
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una antigua dolencia, en Oporto y abrumado bajo el peso
de la desventura, Carlos Alberto, confortado con los auxilios
de nuestra Santa Religión, murió como un buen cristiano el
28 de julio de 1847. [San] Juan Bosco hizo rezar, como era
su deber, por un soberano al cual estimaba y amaba
sobremanera y que en repetidas ocasiones había ayudado
y protegido a su institución. Su dolor iba unido a una gran
esperanza, pues el monarca había sido muy devoto de la
Consolata y su caridad para con los pobres había sido
excepcional. Sobre su féretro no aletearon las angustiosas
dudas que a veces atenazan el corazón sobre el destino
eterno de un alma, antes como un amable recuerdo que
ocupaba la mente de [San] Juan Bosco, de cuando en
cuando, la figura de Carlos Alberto, reverdecía en la
fantasía de nuestro fundador, y así, algunos años después
nos contaba a dos de sus hijos esta graciosa pesadilla que
le había durado toda la noche:
************************************************************************************
Me pareció encontrarme en los alrededores de Turín,
paseando por el centro de una gran avenida. Cuando he
aquí que viene a mi encuentro el rey Carlos Alberto, el cual,
sonriente, se detuvo a saludarme.
—¡Oh, majestad!, —exclamé.
—¿Cómo está usted, [San] Juan Bosco?
—Muy bien, y me alegro mucho de verle.
—Si es así, ¿me quiere acompañar a dar un paseo?
—Con sumo gusto.
—¡Pues, vamos!
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Nos pusimos en camino hacia la ciudad. El rey no
llevaba puesta ninguna insignia que declarase su dignidad;
vestía ropas blancas, aunque no del todo blancas.
—¿Qué piensa de mí?, —me preguntó el monarca.
—Sé que es un buen católico,—le repliqué.
—Para Vos, soy algo más que eso; sabe cómo he
amado siempre su obra. Siempre tuve el mayor deseo de
verla prosperar. Me habría gustado muchísimo ayudarlo,
pero los acontecimientos me lo impidieron.
—Si es así, majestad, me atrevería a hacerle un ruego.
—Hable, hable.
—Le pediría que presidiese la fiesta de San Luis Rey
que vamos a celebrar en el Oratorio este año.
—Con mucho gusto: pero tenga presente que la cosa
daría mucho que hablar; sería algo inaudito, por lo que
parece que no es conveniente una fiesta tan sonada. Con
todo, veré la manera de complacerlo, aun sin mi presencia.
Continuamos hablando de otras cosas hasta que
llegamos cerca del Santuario de la Consolata. En dicho
lugar había como una entrada subterránea en la ladera de
una elevada colina y la galería a que daba acceso, en vez
de descender, subía.
—Hay que pasar por aquí, —me dijo el rey.
Y doblando las rodillas y tocando casi el suelo con su
majestuosa frente, sin cambiar de postura, comenzó a subir
Entonces, mientras yo examinaba aquella entrada y
procuraba penetrar con la vista la oscuridad de las
tinieblas, me desperté».
***************************************************************
Compulsando la fecha de este sueño hemos
comprobado que poco después, en el Oratorio se recibió un
generoso donativo de la Casa Real.
El corazón de Don Bosco latía al unísono con el de
Carlos Alberto, Beato Pío Pp. IX y el San José Benito
Cottolengo y a sus jóvenes estuvo reservado el honor de
cantar muchas veces en la Catedral la Misa de Réquiem en
el aniversario de la muerte del monarca.
EL PORVENIR DE CAGUERO
SUEÑO 16.—AÑO DE 1854.
(M. B. Tomo V, págs. 105 107)
La Santísima Virgen dio una nueva prueba de su
especial protección y de su maternal agrado por cuanto los
alumnos del Oratorio habían hecho en favor de los
apestados de Turín, otorgando la curación al joven Juan
Cagliero, más tarde Eminentísimo Cardenal de la Santa
Madre Iglesia.
«Mientras no existía ya esperanza alguna en los
medios humanos —escribe [Beato] Miguel Rúa— Don Bosco
recomendó al enfermo que recurriese a la Virgen,
anunciándole al mismo tiempo que sanaría, y yo me quedé
asombrado al comprobar la realización de aquella
profecía».
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Vamos a exponer el hecho con todos sus pormenores:
Un día, hacia fines del mes de agosto, Juan Cagliero,
cansado por el trabajo realizado en la asistencia de los
enfermos, al volver del lazareto a casa se sintió mal y hubo
de acostarse. [San] Juan Bosco, que lo amaba como un
padre, hizo que se le prodigasen todos los cuidados
posibles para salvarlo de las terribles fiebres gástricas que
padeció durante dos meses casi; pero todo fue inútil. Dada
la gravedad del mal, pocos días después de haber
comenzado a guardar cama, Cagliero se confesó y recibió
la Sagrada Comunión. Pero las fiebres fueron en aumento
de tal manera, que en el término de un mes redujeron al
enfermo a los extremos. San Juan Bosco había anunciado en
público que ninguno de sus hijos moriría de la epidemia
reinante en la ciudad, con tal que todos sé mantuviesen en
gracia de Dios. Cagliero, que entonces contaba dieciséis
años, confiaba plenamente en las palabras de San Juan
Bosco; pero lo peor en su caso era que su enfermedad no
provenía ni mucho menos del morbo asiático. En el Oratorio
todos estaban convencidos de que el paciente pasaría de
un día a otro a la eternidad; el joven enfermo, entretanto,
estaba tranquilo.
Dos célebres médicos de Turín, Galvano y Bellingeri,
después de una consulta, declararon que se trataba de un
caso desesperado y aconsejaron a San Juan Bosco que
administrase al paciente los últimos sacramentos, pues
probablemente nol¡legaría al día siguiente. Entonces el
clérigo Buzzetti advirtió a Cagliero del peligro en que se
encontraba y le anunció que [San] Juan Bosco vendría para
confesarlo,
darle
el
Viático
y
administrarle
la
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El Santo no tardó en entrar en la habitación del
enfermo con la intención de prepararle al gran paso;
cuando, habiéndose detenido en el umbral de la puerta, vio
ante sus ojos un maravilloso espectáculo:
***************************************************************
Vio aparecer una hermosísima paloma, la cual, como
un objeto luminoso, esparcía a su alrededor destellos de luz
vivísima, de forma que toda la habitación estaba
intensamente iluminada. Llevaba en el pico una ramita de
olivo y volaba una y otra vez alrededor de la habitación.
Cuando deteniendo el vuelo sobre el lecho del enfermo,
tocó los labios del paciente con el ramito de olivo y después
lo dejó caer sobre su cabeza. Y despidiendo una luz más
viva aún, desapareció.
***************************************************************
San Juan Bosco comprendió entonces que Cagliero no
moriría, pues le quedaban que hacer muchas cosas para
gloria de Dios; que la paz, simbolizada por aquel ramo de
olivo, sería anunciada por su palabra; que el resplandor de
la paloma significaba la plenitud de la gracia del Espíritu
Santo que algún día lo investiría.
Desde aquel momento el Santo alimentó la idea
confusa, pero firme, que perduró siempre en él, de que el
joven Cagliero seria Obispo. Y sin más, consideró como
realizado aquel pronóstico cuando Cagliero partió por
primera vez Para América.
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A esta primera visión sucedió otra. Al llegar San Juan
Bosco al centro de la habitación, desaparecieron como por
ensalmo las paredes y alrededor del lecho del enfermo vio
una gran multitud de figuras extrañas de salvajes, que
tenían la mirada fija en el paciente y que llenos de temor
parecían pedirle socorro. Dos hombres que sobresalían
entre los demás, uno de aspecto fiero y negruzco y otro de
52
color de bronce, de elevada estatura y porte guerrero, con
cierto aspecto de bondad, estaban inclinados sobre el
pequeño moribundo.
***************************************************************
San Juan Bosco comprendió más tarde que aquellas
fisonomías correspondían a los salvajes de la Patagonia y
de la Tierra del Fuego.
Estas dos visiones duraron breves instantes y ni el
joven enfermo ni los allí presentes se dieron cuenta de
nada.
San Juan Bosco, con su acostumbrada serenidad y su
habitual sonrisa, se acercó al lecho lentamente, mientras
Cagliero le preguntaba:
—¿Es acaso ésta mi última confesión? —¿Por qué me
haces esa pregunta?, —le replicó San Juan Bosco.
Porqué deseo saber si he de morir.
San Juan Bosco se reconcentró un poco y le dijo:
—Dime, Juan ¿te gustaría ir ahora al Paraíso, o quieres
mejor curar y esperar aún?
—Oh, mi querido [San] Juan Bosco—contestó
Cagliero—, elijo lo que sea mejor para mí.
—Para ti sería ciertamente mejor el marcharte ahora
mismo al Paraíso, dados tus pocos años. Pero no es ahora
tiempo de ello; el Señor no quiere que mueras ahora. Hay
muchas cosas que hacer; sanarás y, según tu deseo de
siempre, vestirás el hábito clerical..., llegarás a ser
sacerdote, y después... después... — aquí San Juan Bosco
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dejó de hablar y quedó un tanto pensativo— y después...
con tu breviario bajo el brazo tendrás que dar muchas
vueltas... y tendrás que hacer llevar el breviario a otros
muchos.... sí, tienes que hacer aún muchas cosas antes de
morir... e irás lejos, muy lejos.
Y calló sin decirle adonde iría.
—Si es así —replicó Cagliero— no es necesario que me
prepare a recibir los Sacramentos. Yo tengo mi conciencia
tranquila. Me confesaré cuando me levante y cuando todos
mis compañeros se acerquen a los Sacramentos.
—Bien —le contestó San Juan Bosco—, puedes
aguardar hasta que te levantes.
Y ni lo confesó ni le habló más de los últimos
sacramentos.
Desde aquel momento Cagliero no se preocupó lo más
mínimo de su enfermedad, pues tenía la seguridad de que
su curación era cosa ciertísima.
Y, en efecto, no tardó en comenzar a mejorar, entrado
en una franca convalecencia. Pero cuando parecía alejado
todo peligro, como sus parientes le hubiesen mandado en el
mes de septiembre un poco de uva, el muchacho la comió
con avidez, como un alimento que él consideraba
inofensivo, y volvió a recaer, encontrándose al borde del
sepulcro.
Se le hubo de avisar a la madre que volviese a verlo,
comunicándosele al mismo tiempo el mal cariz que había
vuelto a tomar la enfermedad, y la buena mujer se apresuró
a retornar de Castelnuovo. Apenas penetró en la habitación
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y vio a su hijo en aquel estado, exclamó dirigiéndose a las
personas que le asistían:
—¡Mi Juan está muerto! Por lo que veo, todo ha
terminado.
Pero Juan, manifestando la alegría que sentía por la
llegada de la madre, sin más comenzó a decirle que
pensase en prepararle la sotana de clérigo con todos los
demás accesorios, para su vestición clerical. La buena
mujer creyó que su hijo deliraba y, en efecto, dijo a [San]
Juan Bosco que llegaba en aquel preciso momento:
—Oh, [San] Juan Don Bosco, ¡cuan cierto es que mi hijo
está muy malo! Está delirando y me habla de vestir el traje
de sacerdote y me ha dicho que le prepare todo lo
necesario.
Y el Santo le contestó:
—¡No, no, mi buena Teresa!, vuestro hijo no delira, se
ha expresado muy bien; prepararle, pues, todo lo necesario
para vestirlo de clérigo; tiene que hacer aún muchas cosas
y no puede ni quiere morir.
Cagliero, que lo oía todo, dijo:
—¡Qué, mamá! ¿No lo habéis oído? Usted me hace la
sotana y [San] Juan Don Bosco me la impondrá.
¡Sí, sí —exclamó la madre llorando—, ¡pobre hijo mío!
Te pondremos un traje, pero Dios quiera que no sea muy
distinto del que deseas.
San Juan Bosco procuró tranquilizarla, asegurándole
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que vería a su hijo vestido de clérigo, pero la buena mujer
seguía diciendo en voz baja:
—Te pondré un traje cualquiera cuando te metan en la
caja.
El hijo, en cambio, sin perder la alegría, hablaba con
todos los que venían a visitarlo, de la sotana que pronto
vestiría. En efecto, porque tal era ¡a voluntad de Dios,
cuando recuperó un tanto las fuerzas, la madre se lo llevó
al pueblo. Estaba tan delgado que parecía un cadáver,
estaba tan debilitado que no sé podía sostener, en pie sino
que tenía que caminar apoyado en un bastón; daba
compasión verlo. Y entretanto seguía insistiéndole a la
madre que le preparase su equipo de clérigo, y la buena
mujer decidió complacerle. Las personas que la veían
entregada a esta tarea le preguntaban:
—¿Qué hacéis, Teresa?
—Estoy preparando la sotana para mi hijo.
—Pero si está medio muerto, si apenas se puede
sostener en pie.
—Y, sin embargo, él lo quiere así.
En una carta que San Juan Bosco le había escrito
desde Turín, con fecha del 7 de octubre, le decía: «Muy
querido Cagliero. Me complace grandemente el saber que
mejoras de salud; nosotros te esperamos para cuando
puedas venir, lo principal es que te encuentres
perfectamente bien; que sigas tan alegre como de
costumbre. Me parece muy bien que te vayas preparando
para la vestición... Saluda a tus parientes; rogad todos por
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mí y que el Señor os bendiga y os colme de toda suerte de
prosperidades. Créeme tuyo afectísimo: [San] Juan Don
Bosco».
Se acercaba el día en que Cagliero tenía que regresar
a Turín para la vestición. Sus amigos y parientes intentaban
quitárselo de la cabeza dado su estado enfermizo,
diciéndole que dejase para otra fecha su toma de sotana.
Pero él contestó:
—De ninguna manera. Tengo que tomar la sotana
ahora, porque así me lo ha dicho [San] Juan Don Bosco.
Otros decían que era demasiado joven, que todavía
tenía que hacer el último curso de bachillerato; pero él les
contestaba:
—No importa, [San] Juan Don Bosco me lo ha dicho.
Por mera coincidencia, el día que tenía que partir para
el Oratorio era el mismo en que su hermano tenía que
contraer matrimonio, por lo que éste le insistía para que se
quedase a asistir a aquella fiesta. Juan le respondió:
Tú haz lo que quieras, que yo, por mi parte, haré
también lo que más me plazca; esto es: recibir el hábito
clerical.
Los parientes querían retenerlo, diciéndole que si se
marchaba, daba muestras de que la persona que el
hermano había escogido para esposa no le era grata.
—Mi hermano que haga lo que quiera; les aseguro que
estoy contento, contentísimo de la elección que ha hecho.
¿No les basta esto?, —replicó Juan—. ¿Es que queréis que lo
El 21 de noviembre, Cagliero, perfectamente
restablecido, volvía al Oratorio, y el 22, festividad de Santa
Cecilia, [San] Juan Don Bosco bendecía el hábito clerical y
se lo imponía a su amado hijo. El Rector del Seminario
Metropolitano, conónigo A. Vogliotti el 5 de noviembre de
1855 concedía al clérigo Cagliero que viviera con [San]
Juan Don Bosco, frecuentando al mismo tiempo las clases
del Seminario y dándole el fin de cada curso los
correspondientes certificados de estudios para cumplir las
disposiciones dadas por su Excia. Rdma. el Señor Arzobispo
en una circular publicada el 1 de septiembre de 1834.
Idénticos certificados se dieron también a los demás
clérigos que vivían en el Oratorio.
San Juan Bosco, entretanto, teniendo siempre ante sí
la visión de la paloma y de ¡os salvajes, parece que confió
el secreto a Don Alasonatti.
Este, encontrándose un día con Cagliero, le dijo:
—Tienes que hacerte muy bueno, porque Don Bosco
asegura cosas muy notables relacionadas contigo.
En el año de 1855, algunos clérigos y jóvenes rodeaban
a San Juan Bosco que estaba sentado a la mesa y
bromeaban hablando cada uno de su porvenir. El Santo,
quedándose un poco silencioso y adoptando una actitud
pensativa y grave, como a veces solía, mirando a cada uno
de sus alumnos, dijo:
—Uno de vosotros llegará a ser Obispo.
Esta profecía llenó a todos de admiración, y después
—Pero Don Juan Bosco será siempre sólo Don Juan
Bosco.
Al oír estas palabras todos comenzaron a reír, pues
eran simples clérigos y no podían ni sospechar en quién se
cumpliría tal predicción. Ninguno de ellos pertenecía a una
clase elevada de la sociedad, sino que, al contrario,
pertenecían a una clase modesta, más bien pobre y ¡a
dignidad episcopal se elegía, al menos en aquellos
tiempos, entre las personas de la nobleza, o al menos entre
individuos de rara virtud e ingenio. Por otra parte, la
posición de San Juan Bosco y de su Instituto era entonces
tan modesta que, humanamente hablando, parecía
imposible que uno de sus alumnos fuese elegido para el
Episcopado. Tanto más que entonces no se tenía idea de las
Misiones exteriores o extranjeras. Pero la misma
improbabilidad de tal acontecimiento mantenía viva la
predicción e incluso no faltó quien durante algún tiempo
alimentó la idea de ser él el candidato.
Estaban presentes cuando San Juan Bosco dijo estas
palabras los clérigos Turchi, Reviglio, Cagliero, Francesia,
Anfossi y [Beato] Miguel Rúa. Y estos mismos oyeron al
siervo de Dios repetir:
—¿Quién iba a decir que uno de vosotros sería elegido
Obispo?,
También repitió no pocas veces:
—¡Oh! Observemos a ver si [San] Juan Don Bosco se
equivoca. Veo en medio de vosotros una mitra y no será una
mitra sola. Pero aquí ya hay una.
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Y los clérigos intentaban, bromeando con San Juan
Bosco, adivinar quién de ellos, entonces simples clérigos,
llegaría a ser Obispo. El siervo de Dios, por su parte,
sonreía y callaba. A veces pareció dejar entender algo de
lo que había visto en la visión.
Narra Mons. Cagliero: En los primeros años de mi
sacerdocio me encontré con [San] Juan Don Bosco al pie de
la escalera un tanto cansado. Con amor filial y en tono de
broma:
--- [San] Juan Don Bosco, déme la mano —le dije—, ya
verá cómo soy capaz de ayudarle a subir las escaleras.
Y él, paternalmente, me tendió su mano, pero al llegar
al último tramo me doy cuenta de que intentaba besar mi
mano derecha. Inmediatamente la retiré, pero no lo hice a
tiempo.
Entonces le dije:
—¿Con esto ha pretendido humillarse o humillarme?
—Ni una cosa ni otra —me respondió—; el motivo lo
sabrás a su tiempo.
En el 1883 ofrecía a Don Cagliero un indicio más claro;
porque en el momento de partir para Francia, después de
hacer su testamento y dar los recuerdos a cada uno de los
miembros del Capítulo Superior, a Cagliero le entregaba
una cajita sellada, diciéndole:
—Esto es para ti.
Algún tiempo después Don Cagliero se dejó ¡levar de
la curiosidad y quiso ver el contenido de aquella cajita y he
aquí que encontró en ella un precioso anillo.
Finalmente, en octubre de 1884, habiendo sido elegido
Don Cagliero Obispo titular de Magida, este le pidió a San
Juan Bosco se dignase revelarle el secreto de treinta años
atrás, cuando aseguraba que uno de sus clérigos llegaría a
ser Obispo.
—Sí— le respondió, te lo diré la víspera de tu
consagración.
Y en la víspera de aquel día el Santo paseando a solas
con Mons. Cagliero por su habitación, le dijo:
¿Recuerdas la grave enfermedad que padeciste
cuando eras joven, al principio de tus estudios?
—Sí, señor, lo recuerdo —respondió Don Cagliero—, y
recuerdo también que Vos acudisteis a administrarme los
últimos sacramentos y no me los administró y me dijo que
sanaría y que con mi breviario iría lejos, muy lejos, a
trabajar en el sagrado ministerio sacerdotal... y... no me
dijo más.
Pues bien, escucha —prosiguió San Juan Bosco—.
Y le contó las dos visiones con todas sus
particularidades y detalles.
Mons. Cagliero, después de haberlo oído todo, le pidió
al Santo que narrase aquella misma noche, durante la
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cena, a los hermanos del Capítulo Superior, aquellas
visiones. Y como no sabía negarse, especialmente cuando
lo que se le pedía redundaba en mayor gloria de Dios y
bien de las almas, condescendió y contó delante del
Capítulo las mismas cosas que acabamos de exponer.
Hemos escrito estas páginas —termina Don Lemoyne—
aquella misma noche bajo el dictado de Mons. Cagliero.