Don Bosco - Sueños 14 a 16
   
  Home
  Sueños de Don Bosco 1
  => Sueños 1 a 6
  => Sueños 7 a 13
  => Sueños 14 a 16
  => Sueños 17 a 19
  => Sueños 20 a 26
  => Sueño 27
  => Sueño 28
  => Sueño 29 Parte 1
  => Sueño 29 Partes 2 y 3
  => Sueño 30 Parte a
  => Sueño 30 Parte b
  => Sueño 30 parte c
  => Sueños 31 a 35
  => Sueño 36
  => Sueños 37 a 39
  => Sueños 40 a 42
  => Sueños 43 y 44
  => Sueños 45 a 47
  => Sueño 48
  => Sueño 49
  Sueños de Don Bosco 2
  Sueños de Don Bosco 3
  Frases de Don Bosco
  Don Bosco y San Francisco de Sales
  La Virgen en la vida de Don Bosco
  Santos Salesianos
  Beatos Salesianos

EL EMPARRADO

 

 

SUEÑO 14.—AÑO DE 1847.

 

 

(M. B. Tomo III, págs. 32-37)

,                 

En 1864, una noche, después de las oraciones, Don

Bosco reunía en su habitación para darles una conferencia,

según era su costumbre, a los jóvenes que integraban la

Congregación, entre los cuales se hallaban Don Victorio


 

 

41

 

Alasonatti, [Beato] Miguel Rúa, Don Juan Cagliero, Don

Celestino Durando, Don José Lazzero             y  Don Julio Barberis.

Después de haberles hablado del desapego de las cosas

del mundo       y de      la familia, para seguir el ejemplo de

Jesucristo, les contó un sueño que había tenido diecisiete

años atrás. He aquí sus palabras:

***************************************************************

«Les he contado ya muchas cosas en forma de sueño

de las que podíamos deducir lo mucho que la Santísima

Virgen nos ama y nos ayuda; mas, ya que estamos reunidos

aquí nosotros solos, para que cada uno de los presentes

tenga la seguridad de que es la Santísima Virgen la que

quiere nuestra Congregación y a fin de que nos animemos

cada vez más á trabajar para la mayor gloria de Dios, os

contaré, no ya un sueño, sino lo que la misma Madre de

Dios me hizo ver. Ella quiere que pongamos en su bondad

toda nuestra confianza. Yo os hablo como un padre a sus

queridos hijos, pero deseo que guardéis absoluta reserva

sobre cuanto os voy a decir y que nada comuniquéis de esto

a los jóvenes del Oratorio o a las personas de fuera, para

no dar motivos a malas interpretaciones por parte de los

malintencionados.

 

 

Un día del año 1847, después de haber meditado yo

mucho sobre la manera de hacer el bien, especialmente en

provecho  de  la  juventud,  se  me apareció la Reina de los

Cielos  y  me  condujo  a  un  jardín  delicioso.  En  él  había  un

rústico pero al mismo tiempo bellísimo y amplio pórtico

construido en forma de vestíbulo. Plantas trepadoras

adornaban y cubrían las pilastras, y sus grandes ramas,

exuberantes de hojas y de flores, superponiéndose las unas

a las otras, se entrelazaban al mismo tiempo, formando un

gracioso toldo. Este pórtico daba a un bello sendero, a lo

largo del cual se extendía un hermosísimo emparrado,

flanqueado y cubierto de maravillosos rosales en plena


 

 

42

 

floración. También el suelo estaba cubierto de rosas. La

Santísima Virgen me dijo:

 

 

—Avanza bajo ese emparrado; ese es el camino que

debes recorrer.

 

 

Me descalcé para no ajar aquellas flores.

 

 

Me sentí satisfecho de haberme descalzado, pues

hubiera sentido tener que pisar unas rosas tan hermosas. Y

sin más, comencé a caminar; pero pronto me di cuenta de

que aquellas rosas ocultaban punzantes espinas; de forma

que mis pies comenzaron a sangrar. Por tanto, después de

haber dado algunos pasos, me vi obligado a detenerme y

seguidamente a volver atrás.

 

 

—Aquí es necesario llevar el calzado puesto, —dije a

mi guía.

 

 

—¡Cierto! —me respondió— Se necesita un buen

calzado.

 

 

Me calcé, pues, y volví a emprender el camino con

algunos compañeros, los cuales habían aparecido en aquel

momento, pidiéndome que les permitiera acompañarme.

Accedí y siguieron detrás de mí bajo el emparrado, que era

de una hermosura indecible; pero, conforme avanzaba, me

parecía        más     estrecho y           más bajo. Muchas                ramas

descendían de lo alto y subían como festones; otras

avanzaban erectas hacia el sendero. De los troncos de los

rosales salían algunas ramas acá y acullá horizontalmente;

otras formaban un tupido seto, invadiendo gran parte del

camino; otras crecían en distintas direcciones a poca altura

del suelo. Todas, sin embargo, estaban cuajadas de rosas;

yo no veía más que rosas a los lados, rosas encima de mí,


 

 

43

 

rosas delante de mis pasos. Mientras tanto sentía agudos

dolores en los pies y hacía algunas contorsiones con el

cuerpo al tocar las rosas de una y otra parte, comprobando

que entre ellas se escondían espinas aún más agudas. Con

todo, proseguí adelante. Mis piernas se enredaban en las

ramas tendidas por el suelo produciéndome dolorosas

heridas; al intentar apartar una rama atravesada en el

camino o al agacharme para pasar por debajo de alguna

otra, sentía las punzadas de las espinas, no sólo en las

manos, sino en todos mis miembros. Las rosas que veía por

encima de mí, también ocultaban una gran cantidad de

espinas que se me clavaban en la cabeza. A pesar de ello,

animado por la Santísima Virgen proseguí mi camino. De

cuando en cuando experimentaba punzadas aún más

intensas y penetrantes                  que me         producían       un dolor

agudísimo.

 

 

Entretanto, todos aquellos, y eran muchísimos, que me

veían caminar bajo aquel emparrado, decían:

 

 

¡Oh! Vean cómo [San] Juan Bosco camina siempre

entre rosas; él sigue adelante sin dificultades; todo le sale

bien.

 

 

Pero los tales no veían las espinas que desgarraban

mis miembros. Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, por

mí invitados, comenzaron a seguirme con premura, atraídos

por la belleza de aquellas flores; pero cuando se dieron

cuenta de que era necesario caminar sobre punzantes

espinas y que éstas brotaban por todas partes, comenzaron

a decir a voz en grito:

 

 

¡Nos han engañado!

 

 

—El que quiera caminar sin dificultad alguna sobre las


 

 

44

 

rosas — les decía yo— que se vuelva atrás; los demás que

me sigan.

 

 

No pocos volvieron atrás. Después de haber recorrido

un buen trecho de camino, me volví para observar a mis

compañeros. Pero ¡cuál no sería mi dolor!, al ver que Una

gran parte de ellos había desaparecido y otra parte,


volviéndome


las


espaldas,


se alejaba


de


mi.


Inmediatamente volví atrás para llamarlos, pero todo fue

inútil, pues ni siquiera me escuchaban. Entonces comencé a

llorar desconsoladamente y a querellarme diciendo:

 

 

—¿Es posible que tenga que recorrer yo solo este

camino tan difícil?

 

 

Pero pronto me sentí consolado. Vi avanzar hacia mí un

numeroso grupo de sacerdotes, de clérigos y de personas

seglares, los cuales me dijeron:

 

 

—Aquí nos tienes; somos todos tuyos y estamos

dispuestos a seguirte.

 

 

Poniéndome entonces al frente de ellos reemprendí el

camino. Solamente algunos se desanimaron, deteniéndose,

pero la mayoría llegó conmigo a la meta.

 

 

Después de haber recorrido el emparrado en toda su

longitud, me encontré en un nuevo y amenísimo jardín,

rodeado        de todos           mis      seguidores.         Todos      estaban

macilentos, desgreñados, cubiertos de sangre. Entonces se

levantó una suave brisa y al conjuro de la misma todos

sanaron. Sopló nuevamente otro vientecillo y, como por

ensalmo, me encontré rodeado de un inmenso número de

jóvenes y de clérigos, de coadjutores y de sacerdotes, que

comenzaron        a     trabajar       conmigo       guiando       a     aquella


 

 

 

45

 

juventud. A algunos no los conocía, otras fisonomías, en

cambio, me eran familiares.

 

 

Entretanto, habiendo llegado a un paraje elevado del

jardín, me encontré con un edificio colosal, sorprendente

por su magnificencia artística, y al cruzar el umbral penetré

en una espaciosa sala tan rica, que ningún palacio del

mundo podría contener otra igual. Estaba completamente

adornada con rosas fragantísimas y sin espinas, de las que

emanaba un suavísimo olor. Entonces, la Santísima Virgen,

que había sido mi guía, me preguntó:

 

 

—¿Sabes qué es lo que significa lo que estás viendo

ahora y lo que has observado antes?

 

 

—No —respondí—, os ruego que me lo expliquéis.

Entonces Ella dijo:

 

 

—Has de saber que el camino por ti recorrido entre

rosas y espinas significa el cuidado con que has de atender

a la juventud; debes caminar con el calzado de la

mortificación. Las espinas que estaban a flor de tierra

representan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías

humanas que apartan al educador de su verdadero fin, que

lo hieren o lo detienen en su misión, que le impiden avanzar

y cosechar coronas para la vida eterna. Las rosas son

símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y

el de todos tus seguidores. Las otras espinas son los

obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que tendréis que

soportar. Pero, no te desanimes. Con la caridad y con la

mortificación superaras todas las dificultades y llegaras a

las rosas sin espinas.

 

 

Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar,

volví en mí y me encontré en mi habitación».


 

 

46

 

***************************************************************

Notable es la circunstancia y muy digna de señalar, de

que San Juan Bosco no habla aquí de un simple sueño, sino

de una verdadera y auténtica visión. Al comenzar a

expresarse, el siervo de Dios dice categóricamente: «...A fin

de que nos animemos a trabajar cada vez más a la mayor

gloria de Dios, ¡es contaré, no ya un sueño, sino lo que la

misma Madre de Dios me hizo ver».

Terminando su relato con las siguientes palabras: 

 

 

«Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar,

volví en mí y me encontré en mi habitación».

 

 

Tanto una como otra expresión ponen de manifiesto

que aquí se trata de una verdadera visión.

 

 

ENCUENTRO CON CARLOS ALBERTO

 

 

SUEÑO 15.—AÑO DE 1847.

 

 

(M. B. Tomo III, págs. 539-540)

 

 

La gratitud y el afecto que San Juan Bosco sentía hacia

el rey Carlos Alberto fue puesto de manifiesto repetidas

veces por el Santo, como lo atestiguan las Memorias

Biográficas.

 

 

Tras hacer referencia a la liberación de Roma por las

tropas francesas y a la entrega de las llaves de la Ciudad

Eterna al Papa Beato Pio IX por el general Oudinot, Don

Lemoyne continúa:

 

 

«Pero si [San] Juan Bosco recibió un gran consuelo al

conocer esta noticia, llegó a Turín otra que causó un

profundo dolor a él y a sus hijos. Gravemente enfermo de


 

 

47

 

una antigua dolencia, en Oporto y abrumado bajo el peso

de la desventura, Carlos Alberto, confortado con los auxilios

de nuestra Santa Religión, murió como un buen cristiano el

28 de julio de 1847. [San] Juan Bosco hizo rezar, como era

su deber, por un soberano al cual estimaba y amaba

sobremanera y que en repetidas ocasiones había ayudado

y protegido a su institución. Su dolor iba unido a una gran

esperanza, pues el monarca había sido muy devoto de la

Consolata y su caridad para con los pobres había sido

excepcional. Sobre su féretro no aletearon las angustiosas

dudas que a veces atenazan el corazón sobre el destino

eterno de un alma, antes como un amable recuerdo que

ocupaba la mente de [San] Juan Bosco, de cuando en

cuando, la figura de Carlos Alberto, reverdecía en la

fantasía de nuestro fundador, y así, algunos años después

nos contaba a dos de sus hijos esta graciosa pesadilla que

le había durado toda la noche:

************************************************************************************

Me pareció encontrarme en los alrededores de Turín,

paseando por el centro de una gran avenida. Cuando he

aquí que viene a mi encuentro el rey Carlos Alberto, el cual,

sonriente, se detuvo a saludarme.

 

 

—¡Oh, majestad!, —exclamé.

 

 

—¿Cómo está usted, [San] Juan Bosco?

 

 

—Muy bien, y me alegro mucho de verle.

 

 

—Si es así, ¿me quiere acompañar a dar un paseo?

 

 

—Con sumo gusto.

 

 

—¡Pues, vamos!


 

 

48

 

Nos pusimos en camino hacia la ciudad. El rey no

llevaba puesta ninguna insignia que declarase su dignidad;

vestía ropas blancas, aunque no del todo blancas.

 

 

—¿Qué piensa de mí?, —me preguntó el monarca.

 

 

—Sé que es un buen católico,—le repliqué.

 

 

—Para Vos, soy algo más que eso; sabe cómo he

amado siempre su obra. Siempre tuve el mayor deseo de

verla prosperar. Me habría gustado muchísimo ayudarlo,

pero los acontecimientos me lo impidieron.

 

 

—Si es así, majestad, me atrevería a hacerle un ruego. 

 

 

—Hable, hable.

 

 

—Le pediría que presidiese la  fiesta  de  San  Luis  Rey

que vamos a celebrar en el Oratorio este año.

 

 

—Con mucho gusto: pero tenga presente que la cosa

daría mucho que hablar; sería algo inaudito, por lo que

parece que no es conveniente una fiesta tan sonada. Con

todo, veré la manera de complacerlo, aun sin mi presencia.

 

 

Continuamos hablando de otras cosas hasta que

llegamos cerca del Santuario de la Consolata. En dicho

lugar había como una entrada subterránea en la ladera de

una elevada colina y la galería a que daba acceso, en vez

de descender, subía.

 

 

—Hay que pasar por aquí, —me dijo el rey.

 

 

Y doblando las rodillas y tocando casi el suelo con su

majestuosa frente, sin cambiar de postura, comenzó a subir


 

 

 

 

 

 

y desapareció.


 

 

49


 

 

Entonces, mientras yo examinaba aquella entrada y

procuraba penetrar con la vista la oscuridad de las

tinieblas, me desperté».

***************************************************************

Compulsando        la fecha           de      este      sueño      hemos

comprobado que poco después, en el Oratorio se recibió un

generoso donativo de la Casa Real.

 

 

El corazón de Don Bosco latía al unísono con el de

Carlos Alberto, Beato Pío Pp. IX                  y   el San José Benito

Cottolengo     y a    sus jóvenes estuvo reservado el honor de

cantar muchas veces en la Catedral la Misa de Réquiem en

el aniversario de la muerte del monarca.

 

 

EL PORVENIR DE CAGUERO

 

 

SUEÑO 16.—AÑO DE 1854.

 

 

(M. B. Tomo V, págs. 105 107)

 

 

La Santísima Virgen dio una nueva prueba de su

especial protección y de su maternal agrado por cuanto los

alumnos del Oratorio habían hecho en favor de los

apestados de Turín, otorgando la curación al joven Juan

Cagliero, más tarde Eminentísimo Cardenal de la Santa

Madre Iglesia.

 

 

«Mientras no existía ya esperanza alguna en los

medios humanos escribe [Beato] Miguel Rúa Don Bosco

recomendó al           enfermo      que     recurriese       a     la Virgen,

anunciándole al mismo tiempo que sanaría, y yo me quedé

asombrado        al     comprobar la realización                 de     aquella

profecía».     


 

 

 

50

 

 

 

Vamos a exponer el hecho con todos sus pormenores:

 

 

Un día, hacia fines del mes de agosto, Juan Cagliero,

cansado por el trabajo realizado en la asistencia de los

enfermos, al volver del lazareto a casa se sintió mal y hubo

de acostarse. [San] Juan Bosco, que lo amaba como un

padre, hizo que se le prodigasen todos los cuidados

posibles para salvarlo de las terribles fiebres gástricas que

padeció durante dos meses casi; pero todo fue inútil. Dada

la gravedad del mal, pocos días después de haber

comenzado a guardar cama, Cagliero se confesó y recibió

la Sagrada Comunión. Pero las fiebres fueron en aumento

de tal manera, que en el término de un mes redujeron al

enfermo a los extremos. San Juan Bosco había anunciado en

público que ninguno de sus hijos moriría de la epidemia

reinante en la ciudad, con tal que todos sé mantuviesen en

gracia de Dios. Cagliero, que entonces contaba dieciséis

años, confiaba plenamente en las palabras de San Juan

Bosco; pero lo peor en su caso era que su enfermedad no

provenía ni mucho menos del morbo asiático. En el Oratorio

todos estaban convencidos de que el paciente pasaría de

un día a otro a la eternidad; el joven enfermo, entretanto,

estaba tranquilo.

 

 

Dos célebres médicos de Turín, Galvano y Bellingeri,

después de una consulta, declararon que se trataba de un

caso desesperado y aconsejaron a San Juan Bosco que

administrase al paciente los                últimos sacramentos, pues

probablemente nol¡legaría al día siguiente. Entonces el

clérigo Buzzetti advirtió a Cagliero del peligro en que se

encontraba y le anunció que [San] Juan Bosco vendría para


confesarlo,


darle


el


Viático


y


administrarle


la


Extremaunción.


 

 

 

51

 

El Santo no tardó en entrar en la habitación del

enfermo con la intención de prepararle al gran paso;

cuando, habiéndose detenido en el umbral de la puerta, vio

ante sus ojos un maravilloso espectáculo:

***************************************************************

Vio aparecer una hermosísima paloma, la cual, como

un objeto luminoso, esparcía a su alrededor destellos de luz

vivísima,      de     forma      que      toda      la     habitación        estaba

intensamente iluminada. Llevaba en el pico una ramita de

olivo y volaba una y otra vez alrededor de la habitación.

Cuando deteniendo el vuelo sobre el lecho del enfermo,

tocó los labios del paciente con el ramito de olivo y después

lo dejó caer sobre su cabeza. Y despidiendo una luz más

viva aún, desapareció.

***************************************************************

San Juan Bosco comprendió entonces que Cagliero no

moriría, pues le quedaban que hacer muchas cosas para

gloria de Dios; que la paz, simbolizada por aquel ramo de

olivo, sería anunciada por su palabra; que el resplandor de

la paloma significaba la plenitud de la gracia del Espíritu

Santo que algún día lo investiría.

 

 

Desde aquel momento el Santo alimentó la idea

confusa, pero firme, que perduró siempre en él, de que el

joven Cagliero seria Obispo. Y sin más, consideró como

realizado aquel pronóstico cuando Cagliero partió por

primera vez Para América.

***************************************************************

A esta primera visión sucedió otra. Al llegar San Juan

Bosco al centro de la habitación, desaparecieron como por

ensalmo las paredes y alrededor del lecho del enfermo vio

una gran multitud de figuras extrañas de salvajes, que

tenían  la  mirada  fija  en  el  paciente y que llenos de temor

parecían pedirle socorro. Dos hombres que sobresalían

entre los demás, uno de aspecto fiero y negruzco y otro de


 

 

52

 

color de bronce, de elevada estatura y porte guerrero, con

cierto aspecto de bondad, estaban inclinados sobre el

pequeño moribundo.

***************************************************************       

San Juan Bosco comprendió más tarde que aquellas

fisonomías correspondían a los salvajes de la Patagonia                      y

de la Tierra del Fuego.

 

 

Estas dos visiones duraron breves instantes                     y   ni el

joven enfermo ni los allí presentes se dieron cuenta de

nada.

 

 

San Juan Bosco, con su acostumbrada serenidad                   y  su

habitual sonrisa, se acercó al lecho lentamente, mientras

Cagliero le preguntaba:

 

 

¿Es acaso ésta mi última confesión?              ¿Por qué me

haces esa pregunta?, le replicó San Juan Bosco.

 

Porqué deseo saber si he de morir.

 

 

San Juan Bosco se reconcentró un poco y le dijo:

 

 

—Dime, Juan ¿te gustaría ir ahora al Paraíso, o quieres

mejor curar y esperar aún?

 

 

Oh,      mi     querido        [San] Juan            Boscocontestó

Cagliero—, elijo lo que sea mejor para mí.

 

 

Para ti sería ciertamente mejor el marcharte ahora

mismo al Paraíso, dados tus pocos años. Pero no es ahora

tiempo de ello; el Señor no quiere que mueras ahora. Hay

muchas cosas que hacer; sanarás                  y,  según tu deseo de

siempre, vestirás el hábito clerical..., llegarás a ser

sacerdote,      y  después... después...           aquí San Juan Bosco


 

 

53

 

dejó de hablar        y  quedó un tanto pensativo— y            después...

con tu breviario bajo el brazo tendrás que dar muchas

vueltas...     y  tendrás que hacer llevar el breviario a otros

muchos.... sí, tienes que hacer aún muchas cosas antes de

morir... e irás lejos, muy lejos.

 

 

Y calló sin decirle adonde iría.

 

 

Si es así replicó Cagliero no es necesario que me

prepare a recibir los Sacramentos. Yo tengo mi conciencia

tranquila. Me confesaré cuando me levante y cuando todos

mis compañeros se acerquen a los Sacramentos.

 

 

Bien     le     contestó       San Juan          Bosco—,        puedes

aguardar hasta que te levantes.

 

 

Y ni lo confesó ni le habló más de los últimos

sacramentos.

 

Desde aquel momento Cagliero no se preocupó lo más

mínimo de su enfermedad, pues tenía la seguridad de que

su curación era cosa ciertísima.

 

 

Y, en efecto, no tardó en comenzar a mejorar, entrado

en una franca convalecencia. Pero cuando parecía alejado

todo peligro, como sus parientes le hubiesen mandado en el

mes de septiembre un poco de uva, el muchacho la comió

con     avidez,      como     un     alimento      que     él consideraba

inofensivo, y volvió a recaer, encontrándose al borde del

sepulcro.

 

 

Se le hubo de avisar a la madre que volviese a verlo,

comunicándosele al mismo tiempo el mal cariz que había

vuelto a tomar la enfermedad, y la buena mujer se apresuró

a retornar de Castelnuovo. Apenas penetró en la habitación


 

 

54

 

y  vio a su hijo en aquel estado, exclamó dirigiéndose a las

personas que le asistían:

 

 

¡Mi Juan está muerto! Por lo que veo, todo ha

terminado.

 

 

Pero Juan, manifestando la alegría que sentía por la

llegada de la madre, sin más comenzó a decirle que

pensase en prepararle la sotana de clérigo con todos los

demás accesorios, para su vestición clerical. La buena

mujer creyó que su hijo deliraba y, en efecto, dijo a [San]

Juan Bosco que llegaba en aquel preciso momento:

 

 

Oh, [San] Juan Don Bosco, ¡cuan cierto es que mi hijo

está muy malo! Está delirando y me habla de vestir el traje

de sacerdote y me ha dicho que le prepare todo lo

necesario.

 

 

Y el Santo le contestó:

 

 

¡No, no, mi buena Teresa!, vuestro hijo no delira, se

ha expresado muy bien; prepararle, pues, todo lo necesario

para vestirlo de clérigo; tiene que hacer aún muchas cosas

y no puede ni quiere morir.

 

 

Cagliero, que lo oía todo, dijo:

 

 

¡Qué, mamá! ¿No lo habéis oído? Usted me hace la

sotana y [San] Juan Don Bosco me la impondrá.

 

 

¡Sí, sí —exclamó la madre llorando—, ¡pobre hijo mío!

Te pondremos un traje, pero Dios quiera que no sea muy

distinto del que deseas.

 

 

San Juan Bosco procuró tranquilizarla, asegurándole


 

 

55

 

que vería a su hijo vestido de clérigo, pero la buena mujer

seguía diciendo en voz baja:

 

 

Te pondré un traje cualquiera cuando te metan en la

caja.

 

 

El hijo, en cambio, sin perder la alegría, hablaba con

todos los que venían a visitarlo, de la sotana que pronto

vestiría. En efecto,          porque tal era ¡a voluntad de Dios,

cuando recuperó un tanto las fuerzas, la madre se lo llevó

al pueblo. Estaba tan delgado que parecía un cadáver,

estaba tan debilitado que no sé podía sostener, en pie sino

que tenía que caminar apoyado en un bastón; daba

compasión verlo. Y entretanto seguía insistiéndole a la

madre que le preparase su equipo de clérigo, y la buena

mujer decidió complacerle. Las personas que la veían

entregada a esta tarea le preguntaban:

 

 

¿Qué hacéis, Teresa?

 

 

Estoy preparando la sotana para mi hijo.

 

 

Pero si está medio muerto, si apenas se puede

sostener en pie.

 

 

—Y, sin embargo, él lo quiere así.

 

 

En una carta que San Juan Bosco le había escrito

desde Turín, con fecha del 7 de octubre, le decía: «Muy

querido Cagliero. Me complace grandemente el saber que

mejoras de salud; nosotros te esperamos para cuando

puedas        venir,      lo     principal       es      que      te encuentres

perfectamente         bien;     que     sigas tan alegre como de

costumbre. Me parece muy bien que te vayas preparando

para la vestición... Saluda a tus parientes; rogad todos por


 

 

56

 

mí y que el Señor os bendiga y os colme de toda suerte de

prosperidades. Créeme tuyo afectísimo: [San] Juan Don

Bosco».

 

 

Se acercaba el día en que Cagliero tenía que regresar

a Turín para la vestición. Sus amigos y parientes intentaban

quitárselo de la cabeza dado su estado enfermizo,

diciéndole que dejase para otra fecha su toma de sotana.

Pero él contestó:

 

 

De ninguna manera. Tengo que tomar la sotana

ahora, porque así me lo ha dicho [San] Juan Don Bosco.

 

 

Otros decían que era demasiado joven, que todavía

tenía que hacer el último curso de bachillerato; pero él les

contestaba:

 

 

—No importa, [San] Juan Don Bosco me lo ha dicho.

 

Por mera coincidencia, el día que tenía que partir para

el Oratorio era el mismo en que su hermano tenía que

contraer matrimonio, por lo que éste le insistía para que se

quedase a asistir a aquella fiesta. Juan le respondió:

 

 

Tú haz lo que quieras, que yo, por mi parte, haré

también lo que más me plazca; esto es: recibir el hábito

clerical.

 

 

Los parientes querían retenerlo, diciéndole que si se

marchaba, daba muestras de que la persona que el

hermano había escogido para esposa no le era grata.

 

 

Mi hermano que haga lo que quiera; les aseguro que

estoy contento, contentísimo de la elección que ha hecho.

¿No les basta esto?, —replicó Juan—. ¿Es que queréis que lo


 

 

 

 

 

 

deje consignado en acta notarial que estoy contento?


 

 

57


 

 

El     21      de      noviembre,        Cagliero,        perfectamente

restablecido, volvía al Oratorio, y el 22, festividad de Santa

Cecilia, [San] Juan Don Bosco bendecía el hábito clerical y

se lo imponía a su amado hijo. El Rector del Seminario

Metropolitano, conónigo A. Vogliotti el 5 de noviembre de

1855 concedía al clérigo Cagliero que viviera con [San]

Juan Don Bosco, frecuentando al mismo tiempo las clases

del Seminario y dándole el fin de cada curso los

correspondientes certificados de estudios para cumplir las

disposiciones dadas por su Excia. Rdma. el Señor Arzobispo

en una circular publicada el 1 de septiembre de 1834.

Idénticos certificados se dieron también a los demás

clérigos que vivían en el Oratorio.

 

 

San Juan Bosco, entretanto, teniendo siempre ante sí

la visión de la paloma y de ¡os salvajes, parece que confió

el secreto a Don Alasonatti.

 

 

Este, encontrándose un día con Cagliero, le dijo:

 

 

Tienes que hacerte muy bueno, porque Don Bosco

asegura cosas muy notables relacionadas contigo.

 

 

En el año de 1855, algunos clérigos y jóvenes rodeaban

a San Juan Bosco que estaba sentado a la mesa y

bromeaban hablando cada uno de su porvenir. El Santo,

quedándose un poco silencioso y adoptando una actitud

pensativa y grave, como a veces solía, mirando a cada uno

de sus alumnos, dijo:

 

 

Uno de vosotros llegará a ser Obispo.

 

 

Esta profecía llenó a todos de admiración, y después


 

 

 

 

 

 

 

añadió sonriendo:


 

 

58


 

 

Pero Don Juan Bosco será siempre sólo Don Juan

Bosco.

 

 

Al oír estas palabras todos comenzaron a reír, pues

eran simples clérigos y no podían ni sospechar en quién se

cumpliría tal predicción. Ninguno de ellos pertenecía a una

clase elevada de la sociedad, sino que, al contrario,

pertenecían a una clase modesta, más bien pobre y ¡a

dignidad episcopal se elegía, al menos en aquellos

tiempos, entre las personas de la nobleza, o al menos entre

individuos de rara virtud e ingenio. Por otra parte, la

posición de San Juan Bosco y de su Instituto era entonces

tan      modesta       que,      humanamente         hablando,        parecía

imposible que uno de sus alumnos fuese elegido para el

Episcopado. Tanto más que entonces no se tenía idea de las

Misiones exteriores             o     extranjeras.         Pero      la     misma

improbabilidad de tal acontecimiento mantenía viva la

predicción e incluso no faltó quien durante algún tiempo

alimentó la idea de ser él el candidato.

 

 

Estaban presentes cuando San Juan Bosco dijo estas

palabras los clérigos Turchi, Reviglio, Cagliero, Francesia,

Anfossi y [Beato] Miguel Rúa. Y estos mismos oyeron al

siervo de Dios repetir:

 

 

¿Quién iba a decir que uno de vosotros sería elegido

Obispo?,

 

 

También repitió no pocas veces:

 

 

¡Oh! Observemos a ver si [San] Juan Don Bosco se

equivoca. Veo en medio de vosotros una mitra y no será una

mitra sola. Pero aquí ya hay una.


 

 

 

59

 

 

 

Y  los clérigos intentaban, bromeando con San Juan

Bosco, adivinar quién de ellos, entonces simples clérigos,

llegaría a ser Obispo. El siervo de Dios, por su parte,

sonreía y callaba. A veces pareció dejar entender algo de

lo que había visto en la visión.

 

 

Narra Mons. Cagliero: En los primeros años de mi

sacerdocio me encontré con [San] Juan Don Bosco al pie de

la escalera un tanto cansado. Con amor filial y en tono de

broma:

 

 

--- [San] Juan Don Bosco, déme la mano le dije—, ya

verá cómo soy capaz de ayudarle a subir las escaleras.

 

 

Y él, paternalmente, me tendió su mano, pero al llegar

al último tramo me doy cuenta de que intentaba besar mi

mano derecha. Inmediatamente la retiré, pero no lo hice a

tiempo.

 

 

Entonces le dije:

 

 

¿Con esto ha pretendido humillarse o humillarme?

 

 

—Ni  una cosa ni otra         me respondió—;      el motivo lo

sabrás a su tiempo.

 

 

En el 1883 ofrecía a Don Cagliero un indicio más claro;

porque en el momento de partir para Francia, después de

hacer su testamento y dar los recuerdos a cada uno de los

miembros del Capítulo Superior, a Cagliero le entregaba

una cajita sellada, diciéndole:

 

 

Esto es para ti.


 

 

 

 

 

 

Y se marchó.


 

 

60


 

 

Algún tiempo después Don Cagliero se dejó ¡levar de

la curiosidad y quiso ver el contenido de aquella cajita y he

aquí que encontró en ella un precioso anillo.

 

 

Finalmente, en octubre de 1884, habiendo sido elegido

Don Cagliero Obispo titular de Magida, este le pidió a San

Juan Bosco se dignase revelarle el secreto de treinta años

atrás, cuando aseguraba que uno de sus clérigos llegaría a

ser Obispo.

 

 

—Sí—   le respondió, te lo diré la víspera de tu

consagración.

 

 

Y en la víspera de aquel día el Santo paseando a solas

con Mons. Cagliero por su habitación, le dijo:

 

 

¿Recuerdas       la    grave enfermedad             que     padeciste

cuando eras joven, al principio de tus estudios?

 

 

—Sí,  señor, lo recuerdo respondió Don Cagliero—, y

recuerdo también que Vos acudisteis a administrarme los

últimos sacramentos       y  no me los administró y         me dijo que

sanaría  y      que con mi breviario iría lejos, muy lejos, a

trabajar en el sagrado ministerio sacerdotal...                     y...  no me

dijo más.

 

 

Pues bien, escucha prosiguió San Juan Bosco—.

 

 

Y    le     contó      las      dos      visiones       con      todas       sus

particularidades y detalles.

 

 

Mons. Cagliero, después de haberlo oído todo, le pidió

al Santo que narrase aquella misma noche, durante la


 

 

 

61

 

cena, a los hermanos del Capítulo Superior, aquellas

visiones. Y como no sabía negarse, especialmente cuando

lo que se le pedía redundaba en mayor gloria de Dios                          y

bien de las almas, condescendió                       y    contó delante del

Capítulo las mismas cosas que acabamos de exponer.

 

 

Hemos escrito estas páginas termina Don Lemoyne

aquella misma noche bajo el dictado de Mons. Cagliero.


 
   
Hoy habia 26 visitantes (31 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis