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En la noche del 8 de abril [San] Juan Don Bosco se
presentó ante los jóvenes que estaban deseosos de oír la
continuación del relato.
Antes de comenzar dio algunos avisos disciplinares.
El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los
jóvenes y echando una mirada a su alrededor, prosiguió
después de una breve pausa con aspecto sonriente:
PARTE SEGUNDA
¡Recordarán que había un gran lago que llenar de
sangre, al fondo del valle, próximo al primer lago!
Después de haber contemplado las varias escenas
anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que
les hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que
podemos proseguir nuestro camino.
Proseguimos, pues, adelante yo y mis jóvenes a través
de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en
ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero
después se iba estrechando cada vez más, de forma que al
fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero
abierto entre dos rocas por el que apenas si podía pasar un
hombre de una vez. La plaza estaba llena de gente alegre
que se divertía despreocupadamente, dirigiéndose al
Entretanto, los que se encontraban en aquel lugar se
dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella
angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las
ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso
abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo.
Esto me dio a entender que en realidad, aquel era el
camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta
solamente estar libre de pecado, sino también de todo
pensamiento, de todo afecto terrenal, según él dicho del
Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in eo.
Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por
espacio como de una hora. Pero ¡cuan necio fui! En vez de
intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás
para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos
divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y
deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos,
pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser
apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño
espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a
bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de
diversas especies. Algunos estaban aparejados con bueyes.
Yo pensaría:
—¿Qué querrá decir esto?
Entonces recordé que el buey es el símbolo de la
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pereza y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos.
Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el
cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí
mismo:
—Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer
nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese
animal.
Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así
aparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en
compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían
caso de los consejos, ni de las órdenes de los superiores. Vi
a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que
dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est
intelectus. Eran los que no quieren pensar nunca en las
cosas del alma: los desgraciados sin seso.
Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se
revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos
animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se
alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven
entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del
Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me
recordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que
quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose
vivendo.
Vi después muchísima gente y a numerosos jóvenes en
compañía de gatos, de perros, gallos, conejos, etc., etc.; o
sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a
los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente.
Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos
cuenta de que el gran valle representaba el mundo.
Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y
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desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy
espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura. El
terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que
caminábamos casi sin darnos cuenta.
A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el
aspecto de un jardín y nos dijimos:
—¿Vamos a ver qué es aquello?
—¡Vamos!, —exclamaron todos—.
Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas
encarnadas.
—¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas!, —
gritaban los jóvenes mientras corrían a cogerlas—. Pero,
apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que
despedían un olor desagradable en extremo. Los
muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos
también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas, y
que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando
nos acercamos a cogerlas para formar algunos ramilletes,
nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que
despedían un olor hediondo.
Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos
encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos
de árboles tan cargados de frutos que era un placer el
contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa
apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó
de un rama una hermosa fruta de apariencia fragante y
madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó
indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al
gustarla sintió deseos de vomitar.
Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo,
nos dijo:
—Esto significa la belleza y la bondad aparente del
mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!
Mientras estábamos pensando adonde nos conduciría
nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que
llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces, un
jovencito observó:
—Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece
que no vamos bien.
—Ya veremos, —le respondí—.
Y seguidamente
apareció una muchedumbre
incalculable que corría por aquel mismo camino que
llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo,
otros a pie. Quiénes saltaban, brincaban, cantaban y
danzaban al son de la música y al compás de los tambores.
El ruido y la algarabía eran ensordecedores.
—Vamos a detenernos un poco —nos dijimos— y
observemos a esta gente antes de proseguir en su
compañía.
Entonces un joven descubrió en medio de aquella
multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las
comparsas. Eran individuos de agradable apariencia,
vestidos de una manera elegante, pero por debajo del
sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era
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el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est vía quae
videtur recta, et novissima ejus ducunt ad morten.
De pronto UNO dijo:
—Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi
sin darse cuenta.
Después de haber contemplado esto y de oír estas
palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los
cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando:
—¡Nosotros no queremos seguir por ahí!
Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia
atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.
—Sí, tenéis razón —les dije cuando me uní a ellos—;
huyamos pronto de aquí; volvamos atrás, de otra manera,
sin darnos cuenta, iremos también nosotros a parar al
infierno.
Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos
partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña
del Paraíso; pero cual no sería nuestra sorpresa cuando,
tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos
volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos.
Algunos decían:
—Hemos equivocado el camino.
Otros gritaban:
—No; no nos hemos equivocado: el camino es este.
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Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno
quería mantener el propio parecer, yo me desperté.
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Esta es ¡a segunda parte del sueño correspondiente a
¡a segunda noche. Más, antes que se retiren, escuchen. No
quiero que den importancia a mi sueño, pero recordad que
los placeres que conducen a la perdición no son más que
aparentes; sólo ofrecen una belleza exterior. Estén en
guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a
los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos;
especialmente ¡cuidado con ciertos pecados que nos
asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuan deshonroso
es para una criatura racional, tener que ser comparada a
los bueyes y a los asnos! ¡Cuan abominable es para quien
fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido
heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los
cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala
al decir: Luxuriose vivendo.
Solamente les he contado las circunstancias
principales del sueño y de forma resumida; pues, si se los
hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado
largo. Igualmente, ayer por la noche solamente les hice un
resumen de cuanto vi. Mañana les contaré la tercera parte.
En efecto en la noche del sábado 9 de abril, [San] Juan
Don Bosco continuaba:
PARTE TERCERA
No quería contarles mis sueños. Antes de ayer, apenas
hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa
que les hice; y hoy habría deseado no haber dado principio
a la exposición de lo que desean saber. Pero he de decir
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que si guardo silencio, conservando mi secreto para mí,
sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un
desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el
relato.
Mas antes he de advertir que en las noches
precedentes tuve que suprimir muchas cosas, de las que no
era conveniente hablarles, pasando por alto otras, que se
pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar
con palabras.
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Después de contemplar, pues, como de corrida, todas
aquellas escenas ya descritas; después dé haber visto
lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros
queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de
una parte a otra, nos desviamos del camino atraídos por
otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que
debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había
concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la
montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales
proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil
entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido
a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy
estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un
espantoso abismo.
—¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso —
nos dijimos—; aquel es. ¡Vamos!
Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron
a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me
esperaran, pero ellos estaban empeñados en llegar antes
que nosotros; mas al llegar al paso estrecho se detuvieron
asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba
incitándoles a pasar:
—Sí, sí —me replicaron—; vengáis Vos y hagáis la
prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un
lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente;
si diéramos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas
aguas turbulentas encajonadas en el abismo y nadie daría
más con nosotros.
Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el
primero en avanzar, siguiéndole después otro y así, todos
pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la
montaña. Dispuestos a emprender la subida no
encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y al
bordear la falda nos salieron al paso multitud de
dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de
macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que
era necesario salvar; ahora un precipicio, ya un seto
espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía
cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de
que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de
ello, no nos desanimamos, comenzando lo escalada con la
mayor valentía. Después de un corto espacio de penosa
ascensión en la que lo mismo nos servíamos de las manos
que de los pies, ayudándonos recíprocamente, los
obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos
encontramos ante un sendero practicable por el que
pudimos subir cómodamente.
Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la
montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de
manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión
al observar tan extraño espectáculo. No les puedo decir lo
que vi, porque les causaría una pena demasiado intensa y,
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por otra parte, no serían capaces de resistir mi descripción.
Nada, pues, les diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi
relato.
Entretanto vimos también a otras numerosas personas
que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la
cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban
con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo
tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un
conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos
himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida.
Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y le decía a
mis jóvenes:
—Pero, nosotros que queremos llegar al Paraíso
¿estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es
necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?
—No —me respondieron—. Nosotros estamos todavía
vivos; aun no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales
comentarios.
—Sea como fuere —volví a decir—; vivos o muertos
prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba:
algo habrá.
Y aceleramos la marcha.
A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de
la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a
festejar nuestra llegada, cuando me volví hacia atrás para
comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con
gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De
todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían
permanecido junto a mí.
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—¿Y los demás?, —pregunté mientras me detenía
bastante contrariado.
—¡Oh! —me dijeron—; se han quedado por el camino,
quiénes en una parte, quiénes en otra; pero tal vez lleguen
aquí.
Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña,
entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras;
otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en coger
frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en
perseguir grillos; no faltando quienes se habían sentado a
descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta.
Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas,
mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención
de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a
cada uno por su nombre, incitándoles a que se dieran prisa,
pues no era aquel el momento más oportuno para
detenerse.
Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a
ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me
hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas
bagatelas sin preocuparse de momento por escalar la
cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso
con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en
busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:
—Voy a bajar en busca de aquéllos; ustedes quédense
aquí.
Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les
ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una
—Sigan
para
arriba,
por caridad
—les decía
afanosamente—; no se detengan con esas bagatelas.
De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la
montaña ya había avisado a casi todos. Vi a algunos que,
cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por
lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver
hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo
la subida para reunirme con los jóvenes que habían
quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me
desperté.
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«Ya tienen hecho el relato del sueño. Sólo deseo de
Vosotros dos cosas. Les vuelvo a repetir que no cuenten
fuera de casa a ninguna persona extraña, nada de cuanto
les he dicho, pues si alguien del mundo oyera estas cosas,
tal vez las tomaría a risa. Yo se las cuento para hacerlos
pasar un rato agradable. Comenten, pues, el sueño entre
Vosotros cuanto quieran, pero deseo que no le den más
importancia que la que se puede dar a los sueños. Además
quieto recomendarles otra cosa y es, que ninguno venga a
preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no
era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre
los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc., etc.;
porque sería repetir la música de este invierno. Al contestar
a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial
que útil y yo no quiero inquietar las conciencias.
Solamente les quiero hacer presente que si el sueño no
hubiera sido un sueño, sino una realidad y en verdad
hubiéramos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes
como están aquí reunidos, si nos hubiéramos dirigido al
Paraíso sólo un número insignificante habría llegado a la
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meta. De setecientos o tal vez de ochocientos, quizás tres o
cuatro. Pero, no se alarmen; entendámonos. Les explicaré
esta exorbitante desproporción: Quiero decir que sólo tres
o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso sin pasar
algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos
permanecerían en esté lugar de expiación algunos minutos,
otros tal vez un día, otros varios días o varias semanas; en
resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o
menos largo allí.
¿Quieren saber qué es lo que hay que hacer para
evitar el Purgatorio? Procuren ganar todos ¡as indulgencias
que puedan. Si practican aquellas devociones a ¡as que van
anexas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados
se entiende; si ganan indulgencias plenarias, irán
directamente al Paraíso».
[San] Juan Don Bosco no dio de este sueño explicación
alguna personal y práctica a cada uno de ¡os alumnos,
como en otras ocasiones; haciendo muy contadas
reflexiones sobre las distintas escenas presenciadas en el
mismo. No era cosa fácil el hacerlo.
He aquí las aclaraciones que de este sueño hace Don
Lemoyne como fruto de sus propias reflexiones y sirviéndose
a veces de las mismas palabras de [San] Juan Don Bosco.
1. --- La colina que [San] Juan Don Bosco encuentra al
principio parece que representa el Oratorio. Prevalece en
ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de
tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen
flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como
todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de
la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo XL, que es como
un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos
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de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal, entre los
demás árboles estaba el árbol de la vida.
2. --- El que sube a la montaña es el hombre dichoso
descrito en el Salmo LXXXIII, cuya fortaleza radica toda en
el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este
valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit, está
dispuesto a subir continuamente hasta llegar al
tabernáculo del Altísimo o sea, al cielo. Y en su compañía
otros muchos. Y el legislador Jesucristo le bendecirá, le
colmará de gracias celestiales, e irá de virtud en virtud y
llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será
eternamente feliz.
3. --- Los lagos son como el compendio de la historia de
la Iglesia. Aquellos miembros innumerables que se veían
descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los
perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y
a los cristianos rebeldes.
De ciertas palabras del sueño se deduce que [San]
Juan Don Bosco había visto algunos acontecimientos
presentes y futuros.
«A unos cuantos en privado —dice la crónica— al
hablarles el [Santo] de aquel valle vacío que estaba del
lado allá del lago de sangre, les dijo. Ese valle se ha de
llenar especialmente de la sangre de los sacerdotes y
pudiera ser que muy pronto».
«Estos días —continúa el cronista— [San] Juan Don
Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia
le dijo:
—Cuénteme algo que me cause alegría.
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—Le contaré un sueño, —le replicó [San] Juan Don
Bosco—.
—Le escucharé con sumo gusto.
El [Santo] comenzó a narrar lo que anteriormente hemos
descrito pero con mayor número de detalles y
consideraciones; pero al llegar a la descripción del lago de
sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces
[San] Juan Don Bosco interrumpió el relato diciendo:
—¡Aquí termino!
—Prosiga, prosiga, —le dijo el Cardenal—.
—Basta, ya basta —concluyó [San] Juan Don Bosco— y
prosiguió hablando de cosas amenas.
La escena que representa el paso estrechísimo entre
las dos rocas el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz
de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en
quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el
precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los
obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el
sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos
en un error, se refiere a las vocaciones religiosas.
Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos
llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En
efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando
el momento de entrar por el sendero que conducía al
Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía:
características todas aplicables de una manera, especial a
la juventud. Añadamos que al subir la montaña, unos se
detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el
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enfriamiento en la propia vocación? [San] Juan Don Bosco
dio a esta parte del sueño un significado que
indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó
oportuno hablar más explícitamente de ello.
5. --- En la montaña, apenas vencidos los obstáculos
que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una
multitud víctima del sufrimiento.
«Algunos le preguntaron privadamente —escribe Don
Bonetti— y él les respondió: Este lugar representa el
Purgatorio. Si tuviese qué hacer una plática sobre dicho
tema, no haría otra cosa que describir lo que vi».
Añadamos una postrera e importante observación,
aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños
o visiones, que así las podemos llamar, entra casi siempre
en escena un personaje misterioso que hace de guía y de
intérprete.
—¿Quién podrá ser?
He aquí la parte más sorprendente y bella de estos
sueños que [San] Juan Don Bosco, tras narrarlos,
conservaba en el secreto de su corazón.