LA RUEDA DE LA FORTUNA
SUEÑO 20.—AÑO DE 1856.
(M. B. Tomo V, págs. 456-457)
«Don Bosco—escribe [Beato] Miguel Rúa— estuvo
dotado en alto grado del don de profecía. Las predicciones
hechas por él sobre cosas futuras libres y contingentes que
llegaron a realizarse, son tan variadas y numerosas que
hacen suponer que el don profético fue en él una cosa
habitual. Frecuentemente nos hablaba de
relacionados con su Oratorio y con su Sociedad.
Entre otros, recuerdo el siguiente:
sueños
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Era por el año 1856.
Soñando —nos dijo— me pareció encontrarme en una
plaza donde vi una gran rueda parecida a la llamada
"rueda de la fortuna". Inmediatamente comprendí que aquel
artefacto representaba el Oratorio, El manubrio de dicha
rueda lo manejaba un personaje que invitándome a que me
acercase me dijo:
—¡Presta atención!
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Y así diciendo hizo dar una vuelta a la rueda. Yo sentí
un pequeño ruido que ciertamente no se dejó escuchar más
allá del límite del lugar en que me encontraba de pié. El
personaje me dijo:
—¿Has visto? ¿Has oído? /
—Sí, repliqué; he visto girar la rueda y he oído un
pequeño ruido.
—¿Sabes qué significa una vuelta de la rueda?
—No.
—Significa diez años de existencia de tu Oratorio.
Y así repitió cuatro veces el movimiento del manubrio y
la misma pregunta.
Pero a cada vuelta, el ruido aumentaba, de forma que
al producirse por segunda vez creí que se habría oído en
Turín y en todo el Piamonte:
A la tercera, en Italia; a la cuarta, en Europa, llegando
a percibirse en todo el mundo a la quinta vuelta.
Seguidamente el personaje añadió: —Esta será la suerte
del Oratorio.
Considerando los diferentes estados de la Obra de San
Juan Bosco —continúa [Beato] Miguel Rúa— la vio en el
primer decenio limitada únicamente a la ciudad de Turín;
en el segundo, extendida a las diversas provincias del
Piamonte; en el tercero, se dilata su fama e influencia a las
distintas regiones de Italia; en el cuarto, se extiende por
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diversas naciones de Europa y, finalmente, en el quinto, es
conocida y requerida su implantación en todas las partes
del mundo».
MAMA MARGARITA
SUEÑO 21 .—AÑO DE 1860.
(M. B. Tomo V, págs. 567-568)
Era el 25 de noviembre de 1856.
Aquella mañana los jóvenes del Oratorio, apenas
levantados, se enteraron de la terrible noticia: ¡Mamá
Margarita había muerto! Algunos no lo querían creer. ¡Era
una desgracia que les tocaba tan de lleno! ¿Qué podrían
hacer sin ella?
San Juan Bosco tenía los ojos enrojecidos. No parecía
el mismo... ¡Cuánto debía haber llorado!
Un grupo de jovencitos se acercó al buen Padre.
Necesitaba que lo animasen e intentaba animar a los
demás. Muchos de aquellos muchachos lloraban. San Juan
Bosco dijo algunas palabras de consuelo a los que le
rodeaban:
—¡Hemos perdido a nuestra Madre! Pero estoy seguro
de que ahora nos ayudará desde el Paraíso. ¡Era una santa!
¡Mi madre era una santa!
«San Juan Bosco —abrumado por el dolor— después de
los funerales de su madre, se dirigió a su casa, siendo
hospedado por su amigo el canónigo Rosaz, que le había
brindado, en tan doloroso trance, el alivio de su compañía.
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Pero no se detuvo con él más que un día, y al regresar a
Turín, continuó rezando fervorosamente y haciendo rezar
mucho por el alma de su madre. De ella hablaba siempre
con afecto filial, haciendo resaltar, tanto en público como
en privado, sus raras virtudes. Dispuso que uno de sus
sacerdotes recogiese los hechos edificantes de su vida y los
publicase en su recuerdo, para edificación de todos.
En los últimos años de su vida, aun daba muestras el
Santo de lo vivo que se conservaba en su corazón el amor
hacia la madre, pues al evocarla lloraba de emoción y ¡os
que le asistían de noche recordaban que en sus horas de
somnolencia, con frecuencia se le oía llamar a la madre.
Varias veces la vio en sueños; sueños que quedaron
profundamente grabados en su mente y que a veces nos
solía narrar».
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En el mes de agosto de 1860, le pareció encontrarla
cerca del Santuario de la Consolata, a lo largo de la cerca
del Convento de Santa Ana, en la misma esquina de la
calle, mientras él regresaba al Oratorio. Su aspecto era
bellísimo.
—¿Cómo? ¿Vos aquí?, —le dijo San Juan Bosco—. Pero
¿no habéis muerto?
—He muerto, pero vivo —replicó Margarita—.
—¿Y es feliz?
—Felicísima.
San Juan Bosco, después de algunas otras cosas, le
preguntó si había ido al Paraíso inmediatamente después
nombres le indicó, respondiendo
afirmativamente.
Margarita
—Y ahora dígame —continuó San Juan Bosco—, ¿qué es
lo que goza en el Paraíso?
—Aunque te lo dijese no lo comprenderías.
—Déme al menos una prueba de su felicidad. Hágame
siquiera saborear una gota de ella.
Entonces vio a su madre toda resplandeciente,
adornada con una preciosa vestidura, con un aspecto de
maravillosa majestad y seguida de un coro numeroso.
Margarita comenzó a cantar. Su canto de amor de Dios, de
una inefable dulzura, inundaba el corazón de dicha
elevándolo suavemente a las alturas. Era una armonía
expresada como por millares y millares de voces que
hacían incontables modulaciones, desde las más graves y
profundas, hasta las más altas y agudas, con una variedad
de tonalidades y vibraciones, desde las más fuertes hasta
las casi imperceptibles, combinadas con un arte y
delicadeza tal que lograban formar un conjunto
maravilloso.
San Juan Bosco, al percibir aquellas finísimas
melodías, quedó tan embelesado que le pareció estar como
fuera de sí, y ya no supo qué decir ni qué preguntar a su
madre.
Cuando hubo terminado el canto, Margarita se volvió a
su hijo diciéndole:
♦
«Un día [San] Juan Don Bosco dijo en público que nos
había visto a todos nosotros comiendo, distribuidos en
cuatro grupos distintos. Los jóvenes que integraban cada
grupo tenían en la mano un pan de diferente calidad. Unos
comían un panecillo reciente, fino, sabroso; otros, un pan
ordinario; quienes un pan negro, de salvado, y, por último,
los postreros un pan cubierto de moho y agusanado.
Los primeros eran los inocentes, los segundos los
buenos; los del pan de salvado, los que se encontraban en
desgracia de Dios, pero que no estaban habitualmente en
pecado, y los del último círculo o grupo, los que, estancados
en el mal, no hacían esfuerzo alguno para cambiar de
vida».
♦
«[San] Juan Don Bosco, después de explicar la causa y
los efectos de tales alimentos, aseguró que recordaba
perfectamente qué clase de pan comía cada uno de
nosotros, añadiendo que si íbamos a preguntarle nos diría
particularmente la forma en que nos vio. Muchos, en efecto,
se presentaron a él y el Santo les fue manifestando el lugar
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que ocupaba en el sueño, dando tales observaciones y
detalles sobre el estado de las conciencias de los
demandantes, que todos quedaron persuadidos de que lo
que [San] Juan Don Bosco había visto no era una ilusión, ni
mucho menos una suposición temeraria, sino la mas
completa realidad.
Los secretos más ocultos, los pecados callados en la
confesión, las intenciones menos rectas al obrar, las
consecuencias de una conducta poco recatada; como las
virtudes, el estado de gracia, la vocación, en suma, todo
cuanto se refería a cada una de las almas de sus jóvenes,
quedaba manifiesto y profetizado. Los jóvenes al escucharle
quedaban como fuera de sí por el estupor, y después de sus
entrevistas con el Santo, exclamaban como la Samaritana:
Dixit mihi omnia quaecumque feci. Estas afirmaciones ¡as
hemos oído repetir mil y mil veces durante años y años».
Los jóvenes manifestaban a veces a algún compañero
de mayor confianza el aviso o confidencia que San Juan
Bosco les hacía-, pero el Santo jamás descubría estos
secretos a los demás.
El sueño anteriormente expuesto, que se repitió varias
veces en formas diversas, mientras le ocasionaba alguna
pena al hacerle ver algún espectáculo desagradable, le
ofrecía también la seguridad de que un gran número de sus
jóvenes vivía habitualmente en gracia de Dios.
LA MARMOTITA
SUEÑO 23.—AÑO DE 1859.
(M. B. Tomo VI, pág. 301)
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Por este tiempo solía San Juan Bosco dirigir todas las
tardes unas palabras a la Comunidad, en forma de
conferencia.
Un viejo amigo de aquellos tiempos —escribe Don
Lemoyne— nos contaba lo siguiente:
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«Una de las primeras palabras que oí a [San] Juan Don
Bosco en 1859, fue sobre la frecuencia de los Santos
Sacramentos. Los jóvenes recién-llegados de sus casas no
se habituaban a ello. San Juan Bosco entonces les contó un
sueño. Le pareció hallarse cerca de la puerta del Oratorio
observando a los jóvenes a medida que entraban en él.
Veía el estado de alma en que cada uno se hallaba
delante de Dios.
Cuando, he aquí que penetró en el patio un hombre
con una cajita metiéndose entre los muchachos. Llegada la
hora señalada para las confesiones, saco de la caja un
marmotita haciéndola bailar. Los jóvenes, en vez de entrar
en la iglesia, formaron un corro a su alrededor, riendo y
aplaudiendo sus dicharachos, mientras el tal se iba
retirando cada vez más de la capilla.
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San Juan Bosco describió en primer término, sin
nombrar a nadie, el estado de la conciencia de algunos
jóvenes; después puso de relieve los esfuerzos e insidias
empleadas por el demonio para distraerlos y apartarlos de
la confesión.
Hablando de aquel animalito, el siervo de Dios hizo
reír mucho su auditorio, pero también le obligó a
reflexionar seriamente sobre las cosas del alma. Tanto más
que, después manifestaba privadamente a los que se lo
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pedían, lo que ellos creían que nadie sabía. Y todo cuanto
[San] Juan Bosco decía y manifestaba era cierto».
Este sueño indujo a la mayor parte de los jóvenes a
confesarse con frecuencia, llegando a ser las comuniones
muy nemorosas.
EL GIGANTE FATAL
SUEÑO 24.—AÑO DE 1859.
(M. B. Tomo VI, pág. 300)
En aquellos días —asegura Don Ruffino-—, refiriéndose
a las postrimerías del año anteriormente citado, [San] Juan
Don Bosco parecía más preocupado que de costumbre.
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Santo dijo a algunos de los suyos que había tenido un
sueño en el cual había visto a un hombre de elevada
estatura, el cual, dando vueltas por las calles de Turín,
tocaba con dos de sus dedos el rostro de algunos de los
transeúntes. Los así señalados se tornaban negros y caían
muertos al suelo.
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¿Se trataba quizás de una epidemia moral?
DOCUMENTOS COMPROMETEDORES
SUEÑO 25.—AÑO DE 1860.
(M. B. Tomo VI, págs. 546-547)
Habiendo escrito desde Lyón una carta a San Juan
Bosco Mons. Fransoni, Arzobispo de Turín, dicha carta no
llegó a su destino.
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Poco tiempo después, le fue entregada al Santo una
nota del mismo Arzobispo por mediación de un amigo, en la
cual el prelado se lamentaba de que [San] Juan Don Bosco
no le hubiese contestado, añadiendo que ya nada
necesitaba sobre el favor solicitado, pues se había dirigido
a otras personas para hacer llegar a su destino ciertas
instrucciones.
Sólo algunos años después pudo conocer San Juan
Bosco esta nueva prueba de confianza que le había dado su
prelado.
Pero ¿cómo se había perdido aquella carta? La habían
reconocido en el Correo, abriéndola y secuestrándola por
orden ministerial.
San Juan Bosco, como no tenía idea de semejante
carta, estaba tranquilo cuando tres días antes del registro
dictado contra él, en la noche del miércoles al jueves, tuvo
un sueño, que le fue de mucho provecho. He aquí cómo lo
contó él mismo:
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«Me pareció ver entrar en mi habitación una cuadrilla
de salteadores que se adueñaron de mi persona y después
de revisar todas mis cartas y papeles, registraron todos los
armarios y revolvieron todos los escritos.
Entonces, uno de ellos, con aire bondadoso me dijo: —
¿Por qué no quitó de en medio tal y tal escrito? ¿Le gustaría
que se encontraran aquellas cartas del Arzobispo, que nos
podrían proporcionar serios disgustos a usted y a él? ¿Y
aquellas otras de Roma que ya casi olvidadas están aquí —
e indicaba el sitio— y aquellas otras que están allá? Si las
hubiera hecho desaparecer se habría librado de muchas
molestias».
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«Al hacerse de día —continuaba San Juan Bosco—
como en plan de broma conté este sueño, que considero
como un engendro de mi fantasía. Mas a pesar de ello,
puse en orden algunas cosas y quité de en medio algunos
escritos, cuya lectura me podía perjudicar.
Tales escritos eran algunas cartas confidenciales, que
en realidad nada tenían que ver con la política ni con el
gobierno. Pero los enemigos de la Iglesia podían considerar
como delito toda instrucción recibida del Papa o del
Arzobispo sobre el modo de conducirse de los sacerdotes
en ciertas dudas de conciencia.
Por tanto, cuando comenzaron los registros yo había
trasladado ya a otra parte todo cuanto hubiera podido dar
el menor matiz de relaciones políticas a nuestros asuntos».
Esta es la causa de la desaparición de ciertas cartas
autógrafas de los primeros tiempos del Oratorio —continúa
Don Lemoyne—. Para este traslado de papeles [San] Juan
Don Bosco hubo de servirse de los jóvenes de su mayor
confianza, los cuales, en su precipitación, no habiendo
entendido bien las órdenes recibidas, quemaron parte de
los escritos, parte los escondieron y otros ¡os entregaron a
personas de confianza de Turín. Por eso, la mayor parte de
los preciosos documentos que se refieren a las relaciones
con la Sede Apostólica; algunas Cartas de Beato Pío Pp. IX;
las copias de ¡as cartas de San Juan Bosco a Papa Beato Pio
IX; la correspondencia del 1851 con e¡ Arzobispo de Turín;
las relaciones epistolares con algunos hombres de Estado,
especialmente con los ministros; las Memorias y apuntes
sobre los sueños, que San Juan Bosco solía escribir y
conservar para su consuelo; la narración de gracias
concedidas por la Virgen, de hechos milagrosos y de
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acciones extraordinarias de los jóvenes, como también
datos de pura curiosidad se perdieron para siempre.
No hubo tiempo para hacer una juiciosa selección
antes del traslado.
Varios de estos documentos más antiguos los
conservaba consigo José Buzzetti y, sin pensar en nada
más, los destruyó preocupado únicamente de la seguridad
personal de [San] Juan Don Bosco.
Se llegó incluso a olvidar el lugar donde fueron
escondidos muchos de estos papeles, y años después fueron
encontrados bajo una viga de la Iglesia de San Francisco de
Sales.
No debe maravillarnos este lamentable despilfarro,
pues los hechos nos demuestran que tal celeridad en el
obrar fue cosa obligada; y lo que más llamó la atención de
[San] juan Don Bosco, fue que los allanadores buscaron y
hurgaron especialmente, en aquellos sitios en los que antes
habían estado dichas cartas; esto es, en los lugares
indicados en el sueño.
LAS CATORCE MESAS
SUEÑO 26.—AÑO DE 1860.
(M. B. Tomo VI, págs. 708-709)
El 5 de agosto de 1860 se celebró en el Oratorio con
toda solemnidad la festividad de Nuestra Señora de las
Nieves.
San Juan Bosco cerró ¡a jornada narrando después de
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«Se encontraban todos mis jóvenes en un lugar tan
ameno como el más hermoso de los jardines, sentados ante
unas mesas que ascendiendo desde la tierra en forma de
gradas, se elevaban tanto que casi no se divisaban las
últimas. Dichas mesas, largas y espaciosas, eran catorce,
dispuestas en un amplio anfiteatro y divididas en tres
órdenes, sostenido cada uno por una especie de muro en
forma de terraplén.
En !a parte baja, alrededor de una mesa colocada en
el suelo desnudo y desprovista de todo adorno y sin vajilla
alguna, vi a cierto número de jóvenes. Estaban tristes;
comían de mala gana y tenían delante de sí un pan
semejante al de munición que le dan a los soldados, pero
tan rancio y lleno de moho que daba asco. Este pan estaba
en el centro de la mesa mezclado con suciedades e
inmundicias. Aquellos pobrecitos estaban como los
animales inmundos en las pocilgas. Yo les quise decir que
arrojasen lejos aquel pan, pero me hube de contentar con
preguntar por qué tenían ante sí tan nauseabundo
alimento.
Me respondieron:
—Hemos de comer el pan que nosotros mismos nos
hemos preparado, pues no tenemos otro.
Aquello representaba a los que están en pecado
mortal.
Dicen los Proverbios en el Capítulo I: "Odiaron la
disciplina y no abrazaron el temor de Dios y no prestaron
atención a mis consejos, y se mofaron de todas mis
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correcciones. Comerán, por tanto, el fruto de sus obras y se
saciarán de sus pensamientos".
Más a medida que las mesas subían, los jóvenes se
mostraban más alegres y comían un pan de mejor calidad.
Eran los comensales hermosísimos; dotados de una belleza
cada vez más esplendorosa. Las riquísimas mesas a las
cuales estaban sentados, estaban cubiertas de manteles
raramente trabajados, sobre los cuales brillaban
candeleros, ánforas, tazas, floreros de un valor
indescriptible, platos con viandas exquisitas, objetos de un
precio inestimable. El número de estos jóvenes era
crecidísimo.
Representaba aquello a los pecadores convertidos.
Finalmente, las últimas mesas colocadas en lo más
alto, tenían un pan que no sabría describir. Parecía
amarillo... rojo... y el mismo color del pan era el de los
vestidos y el de la cara de los jóvenes que resplandecía
circundada de una luz suavísima. Estos gozaban de una
alegría extraordinaria y cada uno procuraba hacer
partícipe de su gozo al compañero. Por su belleza,
luminosidad y esplendor superaban en mucho a cuantos
ocupaban puestos inferiores.
Esto representaba el estado de inocencia.
De los inocentes y de los convertidos afirma el Espíritu
Santo en el Capítulo I de los Proverbios: "El que me escucha
gozará de un sereno reposo, vivirá en la abundancia, libre
del temor de los malos".
Pero lo más sorprendente es que reconocí a todos
aquellos jóvenes, desde el primero al último, de forma que
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al ver ahora a cada uno de ellos me parece contemplarlo
allá sentado en su sitio de la mesa que le correspondía.
Mientras no podía ocultar mi maravilla ante tal
espectáculo, imposible de comprender, vi a un hombre allá
a lo lejos.
Corrí a hacerle algunas preguntas, pero tropecé con
algo y me desperté, encontrándome en el lecho.
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Vosotros me habéis pedido que les contara el sueño y
yo os he complacido, pero al mismo tiempo les recomiendo
que no le hagan más caso que el que los sueños se
merecen.
Al día siguiente, San Juan Bosco indicó a cada uno el
lugar que ocupaba en las mesas. Al hacerlo comenzaron a
contar desde la más alta hasta llegar a la más baja.
Se le preguntó si uno podía subir de una mesa inferior
a otra superior. Respondió que sí, menos a aquella que
estaba por encima de todas, pues los que descendían de
ella no podían volver a ocupar más aquel lugar de
privilegio. Era el puesto reservado a los que conservaban la
inocencia bautismal. El número de los éstos era tan exiguo
como grande el de los segundos y terceros.
Don Domingo Ruffino y Don Juan Turchi que estaban
presentes y que oyeron el relato del sueño, nos legaron
testimonio del mismo y los nombres de algunos de los que
estaban sentados en la primera mesa.
Más que agradecidos, consignaremos algunos datos
sobre los dos afortunados testigos y coetáneos de San Juan
Bosco, que nos legaron el texto del sueño que acabamos de
relatar.
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Don Domingo Ruffino era natural de Giaveno y fue uno
de los primeros profesos de la Sociedad de San Francisco
de Sales, el 14 de mayo de 1862.
Según datos que nos ofrecen las Memorias Biográficas,
Don Juan Turchi fue ordenado de sacerdote en 1861,
cantando su primera Misa el 26 de mayo del mismo año.